¿Para qué la propaganda?
El relato de la vida de los grandes humanos se difumina siempre entre un mito o la realidad. Del pasado se ha compartido que Iósif Stalin, encabezando una reunión con los más altos mandos del politburó, manifestó una fuerte frustración a sus subalternos al replicar: “denme una industria el diez por ciento de poderosa de lo que es Hollywood y convierto al mundo entero al comunismo”. La existencia de tal sentencia es un enigma aún a descifrar, pero de haber ocurrido ésta debió haberse presentado en aquellos días en que, como titula el diario.es de España, se vivió un “fugaz romance entre Hollywood y la Unión Soviética”.
Las páginas escritas por Michael S. Shull, en su libro Hollywood War Films 1937-1945, reseñan aquella época con un minucioso repaso de las producciones hollywoodenses durante la confrontación bélica más dolorosa: la Segunda Guerra Mundial. En sus párrafos disecciona obras como «Song of Russia», filme retratando una valerosa colaboración entre los norteamericanos y los rusos para combatir el nazismo, dando espacio para presenciar el nacimiento del amor entre dos ciudadanos de cada país; otra cinta digna de su estudio es «The North Star», producción que exhibe a las granjas colectivas rusas como un paradisiaco lugar; y, una última por citar, «The Boys From Stalingrad», filme donde un grupo de niños rusos heroicamente enfrentan al poderoso y horroroso régimen alemán.
El grupo de audiovisuales mencionado hacía parte de un intento del gobierno de Estados Unidos por convencer a sus ciudadanos de que enfrentar los hombres de Hitler de la mano de los rusos era una misión legitima. La asociación nacía por una obligación de la realidad política del momento, algo explicado por Nicholas J. Cull, historiador de la Universidad de Princeton, al recordar que para finales de la Primera Guerra Mundial su nación era una aislacionista y sin deseos expresos de involucrarse en el conflicto bélico que desangraba a Europa. Más aún, era lógica la asociación al ser las fuerzas rojas las más poderosas en el bando de los enemigos de Alemania. Fue entonces, según postula Noam Chomsky en su libro, “¿Quién Domina Al Mundo?”, a través de una acción de propaganda del Ministerio de Información Británica que se hizo virar la opinión de los estadounidenses.
La inocencia se manifiesta en cada nueva generación al instante de considerarse una superior a sus antepasados, identificándose ella como una de seres más evolucionados a quienes no engañan con estrategias tan burdas como las aplicadas en épocas pretéritas. Nada más equivocado. Es imposible no conectar a ese mismo ente gubernamental británico con “Dunkirk”, la penúltima producción de Christopher Nolan para la Warner Bros., catalogada sin miedo al error como una obra de arte cinematográfico moderno. El filme, diseñado para ser disfrutado en una sala IMAX, o por lo menos en la más grande posible, es una explosión de imagen y sonido capaz de hipnotizar al más apático hacia el séptimo arte. Pero es necesaria la referencia al pasado de la institución pública británica porque el tufillo de propaganda contenido a lo largo y ancho del metraje es uno suficiente para marear a la audiencia.
Y la razón de la acusación radica en la historia decidida a contar por el realizador. Dynamo es el nombre de la operación retratada en «Dunkirk», una campaña de evacuación de las fuerzas aliadas capturadas en la frontera entre Francia y Bélgica, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Un potente ataque alemán rompió el frente francés y acorraló a sus militares, además de a los británicos y a los belgas, dejándolos a la deriva sobre el Canal de La Mancha. Citando a Infobae, esta movilización “duró del 26 de mayo al 5 de junio (y la operación Dynamo) permitió salvar del cerco de la Wehrmacht y de un seguro cautiverio en Alemania a unos 360.000 hombres, de los cuales 120.000 eran franceses. Los soldados fueron embarcados desde las playas de Dunkerque hacia la costa inglesa, en miles de embarcaciones tanto militares como civiles. Esta evacuación, que se hizo bajo fuego enemigo, fue una operación franco-británica”, aunque en el filme los primeros no hacen presencia en un solo fotograma.
No debería sorprender a nadie que un pueblo orgulloso de su pasado como el galo haya manifestado una fuerte indignación, publicada en diarios franceses como Le Monde y Figaro, quienes en respectivos y sendos editoriales interpelaban cosas cómo: “¿dónde quedó la historia?”, “¿dónde los 40 mil franceses que defendieron la ciudad para hacer posible la evacuación?”, como reacción a lo presentado por Nolan. Otros han ido más allá y han osado acusar al filme de ser un representante “del espíritu del brexit”, propagando la idea de que los británicos están mejor solos o, por lo menos, actúan mejor cuando así lo están, siendo una medida racional abandonar Europa con total inmediatez.
No es una excepción. “Argo”, la producción ganadora del Oscar dirigida por Ben Affleck, recibió fuertes críticas de la comunidad canadiense quien acusaba a los realizadores de olvidar en la cinta el retratar la importante colaboración de su embajada en el plan de rescate presentado en la pantalla, durante los secuestros de los diplomáticos en Teherán. Y, tal vez más dramático, es la encuesta citada por el portal El Orden Mundial en la que se hace una comparación entre las respuestas dadas por los franceses a la pregunta «¿quién ganó la Segunda Guerra Mundial?» En dos periodos distintos de tiempo, los hombres y mujeres transformaron su conocimiento sobre los hechos de manera extraordinaria. En la década de los cincuenta, por gran mayoría, el gran vencedor había sido la Unión Soviética según los encuestados; y ,a hoy, los franceses creen que el héroe fue Estados Unidos. Para la pieza escrita la única explicación para este cambio en el imaginario ciudadano es la película anual presentada por Hollywood sobre el tema, exaltando al ejército de la potencia occidental como la única gran luchadora y vencedora en contra del Tercer Reich.
“Dunkirk”, no parece arriesgado de decir, hace exactamente mismo trabajo. Pone en pantalla la historia que le sirve a los británicos, nacionalidad compartida por el director y productora (Emma Thomas) del filme, así como seguramente por los principales inversionistas. Es un recurso buscando elevar el sentimiento patrio de sus nacionales y el amor propio hacia el Estado. Y eso, en general, nunca es inocente. Tal vez, tampoco tenga mucho de malo. Seguramente es una experiencia bastante emocionante para un inglés revivir aquel periodo de tiempo, a través de la pantalla, exaltando los valores más loables de sus antepasados sobre los que su nacionalidad ha sido construida. Pero la historia lega importantes enseñanzas y las operaciones de propaganda peligrosamente coquetean con evolucionar a un peligroso chauvinismo.
La factura de la producción en el filme es alucinante. Según Nolan, en términos digitales, la calidad IMAX sería aproximadamente un 18k, una resolución a la que la nueva tecnología ni siquiera ha llegado. Más aún, para este trabajo en particular, el director de fotografía, Hoyte Van Hoytema, lució su pericia como técnico. El peso de una cámara con esta tecnología llega a ser de cerca de una tonelada y, por eso, cada movimiento con ella, por mínimo que sea, es un reto. Y en «Dunkirk» se presentan planos al hombro, debajo del agua, sobre los botes… Visualmente la reconstrucción de aviones reales y su adaptación para la producción, permitiendo captar planos en pleno vuelo para ser exhibidos en tan inmenso formato, denominado por el director como el «más veraz» posible, es la experiencia más impresionante en una sala de cine.
Pero el cine es un arte con una doble condición tecnológica y en él el audio, aunque invisible, es poderoso. El fallecido maestro Anthony Minghella llevaba esa relación más allá: decía él, citando al gran Walter Murch, que la imagen es lo que se ve en el cine, mientras que el sonido es cómo vemos la imagen. Michael Mann, cercano colega e ídolo de Nolan, (se dice que «The Dark Knight» está inmensamente influenciada por «Heat«), impactó a las audiencias al hacerlas escuchar vívidamente un tiroteo en medio de una calle de Los Ángeles. Nolan acerca los horrores de la guerra hacía su audiencia a través del sonido. Escuchar el estruendo de los aviones volar, los tiros impactar, las bombas estallar por todo el teatro, es una experiencia asombrosa.
Francis Ford Coppola aleccionaba sobre el uso de la música y como ésta no podía, bajo ningún medio, crear una emoción que las actuaciones y la historia no hubieran desplegado ya en la pantalla. Que la música solo debía llegar a complementar lo ya existente. De gran valía la enseñanza del cineasta, aunque es una regla poco aplicada en el cine moderno. Sí se cumple en «Dunkirk», obra cuyo apartado musical coquetea con la máxima excelencia. Hans Zimmer se las ingenió para crear una banda sonora bellísima, impactante en su poderío y, aun así, casi imperceptible. La música, generalmente en conflicto con el diseño de sonido, acá bailan en un perfecto compás de enriquecimiento mutuo. Se potencia la cinta, ya de por sí vigorosa, con el trabajo en la composición; pero sin que realmente interrumpa la historia.
Pero la magnífica puesta en escena del director debería, con vehemencia, enviar un mensaje en el que la gran mayoría podría estar de acuerdo: lo horrorosa que es una guerra. Puede ser así sea, puede ser que no. La magia del filme radica en la potencia expulsada desde la pantalla, producto del uso dado por el director a las herramientas tecnológicas a su disposición. Y su objetivo: hacer sentir a los espectadores el ser testigos privilegiados de un enfrentamiento militar. La inmensidad de los planos IMAX, conjugados con una pista de sonido poderosa y alucinante, logran que los disparos, las explosiones; pero, sobre todo, los gritos de desespero de las víctimas, impacten en las retinas y lleguen hasta las almas. «¿Alguna vez escuchaste a un hombre ahogarse? No mueren en silencio», explica el comandante Kevin Dunn a Rick Santoro en «Snake Eyes» de Brian de Palma. Y la experiencia, desde la comodidad del sillón, es más que traumática.
Todavía más cuando el casting es resultado de un trabajo artístico y centrado en la narrativa. Nolan explicaba la presencia de tantos jóvenes desconocidos como una herramienta de su relato. Pretendía mantener a la audiencia en suspenso durante el metraje, sin darle oportunidad de predecir el destino de ninguno: quién moriría, viviría, quién haría alguna acción heroica o villanesca. Más aun, el cineasta encontró espacio para criticar una práctica impulsada por Hollywood, justificando su decisión al no querer seleccionar su elenco como tradicionalmente se efectúa en la meca del cine, escogiendo personas de 30 años para que actúen de 19. Su deseo era plasmar en la pantalla los rostos de unos niños, permitiendo presenciar en el gran formato lo dulce e infantil de la mirada de aquellos que algunos deciden enviar al infierno desatado en la tierra: la guerra.
Brian de Palma alguna vez dijo: «no hay una amenaza al sistema que el capitalismo no pueda convertir en una mercancia». David Harvey plasmó lo mismo con más elocuencia, al sentenciar que «no existe una idea buena y moral que el capital no pueda apropiarse y convertir en algo horrendo”. Y en el mundo de hoy, nada más capitalista que el complejo militar-industrial de los Estados Unidos, el corazón del imperio más vasto que jamás haya existido en la humanidad. Y el cine, alguna vez contestario a él, es hoy su brazo propagandístico favorito. «Dunkirk» puede parecer una producción antibélica, pero en ningún momento lo es. El objetivo de la propaganda bélica es exaltar el amor patrio esperando que los llamados a la guerra sean respondidos masiva y fervorosamente por sus pueblos. El recluta es un héroe de la patria y la invitación a los jóvenes es que continúen construyendo ese mismo legado.
El ojo de un genio del séptimo arte fue quién comprendió todo el entramado. Para François Truffaut «las películas antibélicas no existen» pues «cualquier película sobre la guerra va a terminar siempre siendo proguerra», puesto que «el mero hecho de retratar el ejercicio bélico utilizando el cine ya implicaba una suerte de glorificación» de las fuerzas castrenses. Samuel Fuller resumió todo en una sola frase. Al terminar su visionado de «Full Metal Jacket» de Stanley Kubrick, emblema del séptimo arte de aquellos defensores del cine como herramientas para desnudar los horrores de la guerra, el visceral cineasta exclamó apenas finalizado el metraje: «otro jodido film que sirve para reclutar soldados«.
Finalizada la proyección de «Top Gun» en los Estados Unidos, los jóvenes espectadores, aún exalados por ver las pericias en los aires de Maverick en la pantalla, eran recibidos en los vestíbulos de los teatros por reclutadores de las fuerzas aéreas para invitarlos a unirse a sus filas. En «Jarhead», la obra de Sam Mendes sobre la primera Guerra del Golfo, se exhibe una escena crucial. En un momento lo soldados son reunidos en una sala de cine donde se proyectará la icónica «La Cabalgata de las valquirias» de «Apocalypse Now», la secuencia más cruel y sádica sobre una guerra plasmada en la gran pantalla, de las más poderosas y evocativas sobre esta barbarie humana. No es así para ellos, de hecho, se les presenta a los soldados por parte del ejército para exaltarlos antes de ir a perseguir iraquíes. Una vez creado un diablo, vietnamita, iraquí, ruso o siriaco, todas las armas contra él son permitidas. Y para eso es que es la propaganda.
El objetivo de la propaganda bélica es exaltar el amor patrio esperando que los llamados a la guerra sean respondidos masiva y fervorosamente por sus pueblos.