¿Por qué tanta riqueza frente a tanta miseria?
Un enigma trocado en un laberinto, a cuyos pasillos siempre han caído en la tentación de entrar a deambular las mentes más inquisitivas de la especie humana. Algunas de ellas, inspiradas y dotadas de un ingenio envidiable, han divisado la luz que desde la salida emana; pero ninguna, jamás, ha tenido la astucia suficiente para caminar hasta ella y rebasar la puerta. La razón detrás de la riqueza de las naciones conserva hoy, inmodificable y a doscientos años de haber nacido la ciencia encargada de descifrar las variables de la ecuación, su característica de incógnita.
A la perspectiva del foráneo las extravagancias del local le resaltan. Para el que a estas está habituado, su existencia son mera cotidianidad. El alejamiento cultural del Dalái lama de Occidente lo ubicó en un lugar desde el cual poder descifrar a toda esa civilización en una pequeña frase: una sociedad enfrascada en adquirir bienes materiales que no necesita, deseoso de impresionar con ellos a personas que no conoce. Desde la inserción del capitalismo en la humanidad el desarrollo económico se ha traducido en enriquecimiento monetario infinito, en poseer desde lo básico hasta lo innecesario, transformando los lujos en hechos de la vida imprescindibles.
Los primeros en aventurarse a formular una hipótesis sobre cómo acumular hasta la saciedad fueron los mercantilistas. Su máximo referente histórico, Thomas Mun, explicó su visión con genial sencillez: “vender más al extranjero de lo que de ellos compramos”. Mercantilistas proviene de mercader (comerciante) y en un mundo trastocado hasta la médula por la fructuosa explotación colonial de las Américas, el acaparamiento de piedras preciosas usadas como moneda parecía responder el cómo abandonar la pobreza inyecta en un territorio. Más, sin embargo, la ilusión pronto se desvanecería. La caída de los grandes imperios ultramarinos, España y Portugal, las economías más acaparadoras de los codiciados elementos, desterraron del establecimiento político y académico de la época las tesis promovidas por sus apologetas.
Unos franceses desviarían la mirada del infinito horizonte para clavarla en el piso debajo de sus pies. Los hoy reconocidos como fisiócratas, en su época denominados economistas, entendían la riqueza como toda aquella producción nacida de la agricultura. Uno de sus más grandes referentes, Richard Cantillon, en su “Ensayo sobre la naturaleza del comercio”, sintetiza todo explicando que «la tierra es la fuente o materia donde toda riqueza se produce. El trabajo del hombre es la forma que la produce”. El padre fundador de la escuela, el médico cirujano François Quesnay, fascinado por los éxitos de los granjeros del norte de Francia y los Países Bajos, originó sus postulados desde su visión de que la clase agrícola era la única productiva, en contraposición a las otras dos conformando la sociedad de su época: la de los propietarios y la estéril.
El edificio de las argumentaciones filosofales se cimentaba sobre un único interrogante: ¿qué sector le da valor a una economía? Y desde siempre, aquellos pensadores entendieron el concepto en su definición más amplía, aunque una básica: por valor comprendían a los sectores capaces de reproducir la riqueza. Que permiten, en términos más coloquiales, invertir en ellos, vender su producción, recuperar los costos y concebir un excedente determinado a ser utilizado en dos usos explícitos: reinvertir para expandir el tamaño de la economía y, segundo, sufragar la existencia del resto de clases sociales no ubicadas en los sectores de valor, más por eso no indeseables o innecesarias.
De los horrores causados por el ser humano, el uso de la economía como herramienta legitimadora de los negocios más poderosos de una determinada época debería ser considerado uno sin perdón posible. Tal crimen lo tipificó Claude Frédéric Bastiat en una poética sentencia: “Cuando el saqueo se convierte en el modo de vida de un grupo de hombres en una sociedad, con el paso del tiempo estos crean un sistema legal que lo autoriza y un código moral que lo glorifica”. Mun amasó su riqueza personal trabajando para la Compañía Británica de las Indias Orientales, de donde saltó a la Comisión Permanente sobre el comercio. Quesnay fue vástago de poderosos terratenientes ubicados en Méré, al norte de Francia. Los negocios del primero y la herencia del segundo son las reales bases desde la que erigieron su programa, dotado más de política que de real ciencia.
Las ideas de los fisiócratas habrían de ser respondidas por un apasionado académico, profesor de filosofía moral y lógica en la Universidad de Glasgow, un hombre cuya historia es esencialmente “la de sus estudios y sus libros”. No parece un riesgo especular que el trabajo de Adam Smith sea uno tan imperecedero para la economía por un hecho alucinante: no era él economista, era un filósofo, uno que compartió en sus textos la amplitud de sus intereses por materias como la ética, la política, el derecho, la literatura, la lingüística, la psicología y la ciencia. Y posee la razón a Gillian Tett, editora de Financial Times, cuando promueve la primera obra del autor, “Teoría de los sentimientos morales”, como igual de importante a su más famosa contribución al área, “La riqueza de las naciones”, pues sienta su base filosófica sobre lo que será su trabajo económico.
Smith, encandilado por las primeras manifestaciones de lo que tiempo después habría de conocerse como la Revolución Industrial, encontraría el valor de una sociedad refundido en el trabajo en las fábricas, erigiendo con su análisis un concepto esencial para la humanidad: la teoría del valor-trabajo. En su visión, la división especializada permitía el incremento sustancial de la productividad y, de ahí, el aumento en la cantidad de los bienes disponibles para una organización humana avanzada, satisfaciendo lo requerido por la supervivencia y produciendo el excedente demandado por el crecimiento. Pero, el brillo que a sus ojos emanaba del capitalismo nunca fue tan poderoso como para cegarlo de ver la sombra esparcida por el naciente sistema.
Predijo el filósofo los conflictos entre los propietarios y los asalariados por la distribución de la riqueza, por estos últimos estar condenados a gastar su vida en concretar unas pocas operaciones cuya monotonía les robaría la posibilidad de cultivar su inteligencia y el libre andar de su imaginación, impidiéndole el ejercicio de sus facultades y su consecuente «alineación como individuo». Dotado de sabiduría propuso como mecanismo corrector la instalación de la educación pública para la clase trabajadora, advirtiendo que era el Estado la institución ideal para efectuar tal tarea.
David Ricardo, millonario especulador, amplío el concepto de valor trabajo de Smith y, desde su perspectiva, complementó el análisis incluyendo a los poseedores de la riqueza. Encontraba en la inversión del capitalista el elemento dinamizador de la economía, el origen de toda la creación. Entendió los beneficios económicos del emprendedor como el elemento posibilitador de la reinversión y el inicio del ciclo económico positivo: a más inversión, más trabajo, más consumo, el que al final crearía más inversión que crearía más trabajo… Como buen capitalista ignoró la infraestructura previa necesaria sobre la que se apalanca el buen emprendedor, la riqueza acumulada de la nación, siendo esa la gran falencia de su análisis.
«La riqueza de las naciones», de Adam Smith, vería la luz en el año 1776; la respuesta de David Ricardo en «Principios de economía política y tributación» se daría a conocer al mundo poco después, en 1817. La sociedad habitada por el insuperable par a la hora de realizar sus escrituras era una en plena formación y muy ligada a los estamentos del pasado. Para cuando el siguiente economista clásico presentó su obra máxima, «El Capital», en el año 1867, las transformaciones societales producidas por el capitalismo habían establecido todo un nuevo mundo, barriendo con las viejas instituciones, introduciendo nuevas dinámicas y produciendo una nueva clase social: el proletariado.
La diferencia en los años, medida en décadas, entre los lanzamientos de los inmortales escritos, elemento de análisis esencial para comprender la visión desarrollada en cada uno, brilla por su ausencia en los debates entre representantes de las escuelas económicas. Karl Marx disecciona en su obra magna un mundo que sus antecesores estaban imposibilitados a conocer. El gran pecado de las ciencias sociales modernas ha sido analizar lo legado por los pioneros economistas como contradictorio, cuando en esencia, pueden leerse ellos como complementarios. Más aún, su desenfrenada pasión por la naciente ciencia era impulsada por el mismo deseo: encontrar qué era lo que producía riqueza para una nación.
Para el establecimiento político más desinteresado por las preocupaciones sociales, Karl Marx era un revolucionario al sistema capitalista naciente porque, como si de un mero villano de una película se tratara, él «solo quería ver el mundo arder». La pobreza oprimiéndolo, las pérdidas familiares carcomiéndolo, las enfermedades consumiéndolo, todos horrores a vivir por el deseo enfermizo de alcanzar su único objetivo: destruir el mundo a través de… la publicación de un libro. Un texto con un antecesor incómodo para la propaganda negra sobre él vertida: «El manifiesto comunista», escrito a cuatro manos con Friedrich Engels​, es nada menos que una «oda al capitalismo», por usar las palabras de un grande de las ciencias sociales, el profesor español Juan Carlos Monedero.
Acudiendo al análisis realizado sobre el filósofo alemán por parte del «marxista más prominente de los Estados Unidos» (según The New York Times), el profesor Richard D. Wolff, la crítica al capitalismo nacida del socialismo es una centrada en la injusta forma en como el sistema distribuye la riqueza creada en el lugar del trabajo. En la visión profunda de Marx sobre la economía, nada había cambiado con las viejas instituciones del pasado, unas que el nuevo modelo habría prometido barrer de la historia. La indeseable separación inherente al esclavismo entre, un amo y un esclavo; se replica con exactitud en el feudalismo entre el señor feudal y su siervo; y, se reitera y no se supera en el capitalismo con el empleado y el empleador. Y, en su visión de la sociedad, (el materialismo histórico) ninguna civilización superior o avanzada habría de emerger si desde la economía la nación se bifurcaba en dos clases tan contradictorias y conflictuadas.
La palabra de Marx ha revivido en el Siglo XXI porque la realidad acongojando esta era, una con una repartición de la riqueza tan desigual que se debe retroceder hasta tiempos de los faraones egipcios para encontrar un paralelo, ha visto la materialización de sus escritos en la vida misma. La inequidad ha mutado hasta ser un flagelo a extirpar, nacido de las entrañas de unas estructuras económicas injustas y que promete a futuro consecuencias atemorizantes. Y tal estado de emergencia se comprende mejor cuando uno de los beneficiados, Nick Hanauer, es quien enciende las alarmas…
Por eso tengo un mensaje para mis compañeros plutócratas y multimillonarios y para cualquier persona que viva encerrada en una burbuja: Despierten. Despierten. No puede durar. Porque si no hacemos algo para corregir las desigualdades económicas evidentes en nuestra sociedad, las horcas vendrán hacia nosotros, porque ninguna sociedad libre y abierta puede soportar este aumento en la desigualdad económica. Nunca ha ocurrido. No hay ejemplos. Muéstrenme una sociedad altamente desigual, y les mostraré un estado policial o un levantamiento. Las horcas vendrán por nosotros si no abordamos esto. No es cuestión de si ocurrirá, sino de cuándo ocurrirá. Y será terrible cuando vengan por todos, pero en particular por nosotros los plutócratas.
Richard Wolff
Los retos a solucionar por cualquier nación son dos: la creación de riqueza (crecimiento económico) y una justa distribución de ella (desarrollo económico). Solo conquistar el primero de ellos puede alejar a cualquier país de convertirse en uno civilizado; insertar lo segundo en uno es lo que en esencia se conoce como uno avanzado. Thomas Piketty, Joseph Stiglitz y Mariana Mazzucato postularon en sendos libros académicos («El capital en el siglo XXI», «El precio de la desigualdad» y «El valor de las cosas») tres propuestas distintas sobre cómo repartir los beneficios de lo producido, legitimando con sus estudios la aplicación de fuertes impuestos a los grandes capitales. Y entre los escritores y la escritora concuerdan en el tratamiento: atacar el síntoma sin finiquitar la enfermedad, pues el uso de impuestos sobre la riqueza aminora la concentración masiva, más no la evita.
El concepto más revolucionario del socialismo es la comprensión de que a un trabajador un salario no se la paga y sí que, por el contrario, este recibe una comisión sobre su producido. La única razón por la que un empleado obtiene un ingreso por su quehacer es porque con su esfuerzo consiguió mayor cantidad de dinero del que le fue entregado. A ese fenómeno lo bautizó Marx con el nombre de la «plusvalía«. Así, «la cuestión es quién produce la plusvalía y quién se queda con ella -como explica el profesor Wolff en entrevista con CTXT-. En la esclavitud el esclavo produce la plusvalía y el amo se la queda. En el feudalismo es el siervo el que genera plusvalía y el señor feudal el que se la queda. En el capitalismo, el empleado genera la plusvalía y el propietario se la queda».
La admiración de Smith y Ricardo por la clase capitalista provenía de su condición de revolucionaria. En la época de ambos, el feudalismo y la monarquía eran el establecimiento a vencer por el nuevo grupo emergente. Y como el poder absoluto corrompe absolutamente, lección a aprender de Lord Acton, los viejos amos desarrollaron comportamientos aberrantes protegidos por un sistema legal tiránico. La comodidad encontrada en las clases de privilegio al establecerse en la punta de la pirámide de cualquier sociedad, concluye en gastos derrochadores improductivos. Hoy los capitalistas son el nuevo establecimiento y, como sus antecesores, se apropiaron de lo de todos para sufragar suntuosas formas de vida. Siempre ha sido cierto que «o mueres como un héroe o vives lo suficiente para convertirte en el villano«. Tim Cook, secretario delegado de Apple, en entrevista a un medio económico, confesó no saber qué hacer con los 100 mil millones de dólares en reserva resguardados por él a nombre de su compañía. Tal riqueza solo es posible por las evasiones fiscales y, sobre todo, el regímen de esclavitud asiático explotado por su empresa. ¿Cómo es posible se perpetúe en el tiempo tal aberración? Solo con recordar la sentencia de Bastiat se encuentra una respuesta al interrogante.
Los altos salarios dentro de las empresas a los empleados (países nórdicos) o las cooperativas de trabajadores (País Vasco de España, Emilia Romagna), ambos temas a profundizar a futuro, son respuestas efectivas, claras y sostenibles a la gran falencia del capitalismo: su pésima distribución de la riqueza. Marx estuvo en lo cierto al prever una caída en las ganancias del capitalista y no una subida de los precios en la sociedad, como respuesta a un aumento de los salarios. Por eso exponía él que los ingresos de la clase trabajadora se imponen en la sociedad a través de la lucha de clases, una que, como prometió Warren Buffet, sí existe y ellos, los billonarios, la están ganando. Y una que, como previó Hanauer, habría de traer consecuencias apocalípticas. Solo es saber mirar para notar que los levantamientos ya han comenzado su andar, amenazantes: 40 millones de personas abandonando su lugar de trabajo y 2000 huelgas desatadas por mejoras en las condiciones laborales en los Estados Unidos, no pueden ser consideradas a nada distinto que un despertar.
Warren Buffet
Un oasis de riqueza dentro de un desierto de miseria es una descripción acertada de nuestra era moderna. Y tal paisaje es uno espantoso y obligado a ser modificado. Es permitido sentarse en los hombros de gigantes del pasado para, desde esa posición cómoda, diseñar y crear un mundo moderno más cercano a una civilización desarrollada. El uso adecuado de la tierra, la riqueza producida por el trabajo y los capitalistas, su correcta distribución, son legados a ser aprendidos y aplicados, no dogmas a ser conflictuados. El bien de todos no significa el bien de otros, sino el propio incluido. Nadie merece tanto y nadie debería ser condenado a tan poco.
Un oasis de riqueza dentro de un desierto de miseria es una descripción acertada de nuestra era moderna