¿No hay más un cuarto poder?

Opiniones 17 de octubre de 2021 Por Andrés Arellano Báez
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Todo poder público erigido como Estado en sociedad alguna jactándose de ser democrática debe contener un contrapoder circunscribiendo su impacto y confinando sus alcances. Esa máxima ha sido principio irrestricto de la teoría política desde los clásicos. Y la razón de su existencia encontraba fundamento en los comportamientos de las instituciones durante la cotidianidad. Las naciones dotaron a sus Estados con una función legislativa, otra ejecutiva y una última judicial, construyendo un tríptico del poder político. La interacción entre ellas se consideraba un sistema de pesos y contrapesos funcional al gobierno, al parlamento y a las cortes. Cualquier intento de una de ellas (generalmente el ejecutivo) por expandir sus capacidades más allá de su esfera de influencia natural, sería limitada al chocar con la circunscripción de otra rama del poder (generalmente la legislativa, aunque últimamente más la judicial). Pero el diseño era insuficiente desde la perspectiva de la ciudadanía. La inexistencia de un ente desde el cual pudiera ella presionar el abuso de las otras, era un vacío inconsistente con sus principios filosóficos. Nación sin poder no es democracia.

Los medios de información, el periodismo en su más pura esencia, suplieron la necesidad de ese espacio con la denuncia como el arma más poderosa para delimitar las acciones de los hombres y mujeres del Estado, presionando desde su quehacer el encaminarlos hacia su objetivo originario. Ninguna dicha es eterna y, producto de los cambios producidos por la globalización en su fase de pax americana y neoliberal, la sociedad se enfrenta a un nuevo problema. No se previó, por parte de los padres fundadores, la capacidad de que alguna institución, algún ente o una organización pudiera captar las tres ramas del poder público y la del ciudadano, disponiendo de todas ellas a su antojo y enfocarlas hacia la satisfacción de sus necesidades. Es casi indubitable el que hoy, el poder económico, centralizado éste en las grandes corporaciones con alcance global, tiene a su merced Estados enteros y a sus pueblos indefensos frente a su accionar. Su descomunal riqueza lo ha hecho subyugar todas las esferas públicas y, además, dominar los grandes referentes periodísticos. Y debió haber sido previsible: tal capacidad de maniobra, por la que mucho dinero invirtieron, tiene un fin trazado y es ser usada de manera inescrupulosa cuando sus intereses comerciales estén amenazados.

 Donald Trump
Pero la rebelión es natural a todo ser vivo y la denuncia de las injusticias una constante. Las palabras de Daniel Raventós son precisas al explicar la historia de la humanidad como “una de opresiones y dominaciones, pero también de la lucha y la resistencia contra esas opresiones y explotaciones”. La realidad global obliga a celebrar cuando desde el arte, sin importar su forma de expresión, se alza una voz de denuncia que acusa con la sutileza producto de su misma esencia, alguna faceta diciente de un mundo estableciéndose a pasos agigantados como uno totalitario. La misión es la de delatar las contradicciones en los medios de comunicación, al ser una industria heredera de gabelas, permisos y licencias, legítimos por lo esencial de su quehacer en el buen funcionamiento de cualquier sociedad. Sin prensa no hay democracia. Punto. Su perversión actual es una lucha más a dar.

Y la evidencia pareciera aclarar tajantemente que el bien más preciado en toda comunidad moderna es la información. De ahí que la filosofía que hoy todo domina, el neoliberalismo, con su necesidad de monetizar y rentabilizar hasta lo sagrado, ha colocado a las empresas deseando informar en una dicotomía casi imposible de superar: un modelo de negocio no rentable con su quehacer, pero una necesidad de ellas para la civilidad misma. La crudeza de la realidad ha transformado su deseo de ser los vigilantes de la sociedad a un imán para audiencias a ser vendidas a los anunciantes. Se dejó plasmado en este espacio ya el verdadero oficio de los medios al citar a Patrick Le Lay: “La función de TF1 –explicaba el magnate sobre su empresa-, es ayudar a Coca Cola a vender su producto. Lo que le vendemos a Coca Cola es tiempo disponible de cerebro humano”. Leslie Moonves lo certificó hace menos tiempo: en referencia a cómo las payasadas del candidato republicano Donald Trump encantaban a las audiencias en su país durante la campaña presidencial, el Director Ejecutivo de CBS News clarificó que “puede que Donald Trump no sea bueno para el país, pero, maldita sea, sí que es bueno para los ratings de CBS”.

 Jeff Bezos
La necesidad de informar, de denunciar, de sacar a la luz los oscuros comportamientos humanos, no mueren en las redacciones de grupos periodísticos. En el cine, Billy Wilder plasmó su preocupación por la necesidad de aumentar la circulación de los periódicos en el clásico “Ace In The Hole“, donde un vigoroso Kirk Douglas ejercía como un periodista inescrupuloso capaz de exagerar una situación hasta el paroxismo en su afán de resucitar su decaída carrera. Aunque no era la institución en sí la puesta en tela de juicio por el filme, sino el accionar de uno de sus miembros, el comportamiento de Chuck Tatum (Douglas) es uno que saltó de un clásico audiovisual a la realidad en varios casos emblemáticos: el periodista Brian Williams de la NBC estuvo forzado a renunciar a su programa por exagerar la información presentada a sus audiencias; Jayson Blair sacudió al mundo periodístico al descubrirse que sus notas en The New York Times estaban llenas de falacias; y claro, está el icónico caso de Janet Cook quien en su reportaje merecedor del premio Pullitzer “El mundo de Jimmy” (y al que el gran García Marqués se refirió como uno que debió haber recibido el novel de literatura) se inventó un niño de ocho años adicto a la heroína.

Inmersos en una era donde la “data” promete tener mejores rendimientos a los alcanzados por el petróleo, los medios de comunicación proyectan fructíferos retornos para las grandes corporaciones, siempre y cuando no tengan sus empleados inconveniente en convertir sus oficinas en unas de relaciones públicas. Se extrae de ahí toda la lógica que permite comprender movimientos tan poco benéficos como la compra por parte de Jeff Bezos del The Washington Post en Estados Unidos, la adquisición de Sarmiento Angulo de El Tiempo en Colombia y y la acción mayoritaria de Carlos Slim en The New York Times. El detrás de los dólares, la información al servicio del capital concentrado, fue la inspiración de George Orson Welles para crear su mítica «Citizen Kane», diseñando como personaje principal al prototipo de magnate de los medios, el irrepetible Charles Foster Kane, un mandamás sin remordimiento alguno y dispuesto a desatar una guerra en su país para vender más periódicos, argumento a ser luego utilizado como base de una entrega de James Bond titulada «Tomorrow Never Dies«. También, y tal vez con mucha más fuerza, a finales de los setenta Sidney Lumet explayaba en su irreverente «Network» las presiones sufridas por los noticieros pertenecientes a corporaciones interesadas no en la información presentada, sino en el tamaño de la audiencia alcanzada y su capacidad para atraer más clientes.

 “Citizen Kane” de Orson Welles.
Esas visionarias preocupaciones se han convertido hoy en una peligrosa realidad. Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique y especialista en medios de comunicación, explica que «antes la comunicación en su sentido amplio tenía tres objetivos: informar, educar y distraer.» Eso se acabó, según el catedrático, para quien «en realidad ahora lo que busca una empresa de comunicación es vigilar y saber lo que tú compras, qué es lo que tú consumes». Las palabras del expresidente Rafael Correa de Ecuador explican con gran claridad la problemática enfrentada: «si un banco es dueño de un medio de comunicación, cómo esperar que haya una cobertura imparcial sobre cualquier tema referido a ese sector de la economía». Esa absoluta falta de objetividad en cada noticia presentada es la que el ex presidente Donald Trump denunció en su momento como candidato, algo que tuvo eco con su colega del partido opositor, el independiente convertido en demócrata Bernie Sanders.

Esa relación tan estrecha entre los medios de comunicación y las grandes corporaciones es una capaz de llegar a la censura. La afirmación puede suene a una exageración, pero es la base argumentativa que se explaya con gran detalle y maestría en “The Insider”, de Michael Mann, película basada en un hecho real grandilocuente. El audiovisual es un fascinante thriller donde los más altos ejecutivos de la cadena de noticias CBS tratan de impedir la emisión de una pieza noticiosa realizada por dos de sus más famosos empleados y a ser emitida en unos de sus programas periodísticos emblemáticos (60 minutes). La fuerza del reportaje radica en su capacidad de exhibir, demostrar, presentar a las tabacaleras como unas meras traficantes de nicotina. La contraparte es la posibilidad de afectar los negocios de una de ellas, Brown & Williamson Tobacco, cigarrera parte de un conglomerado a punto de adquirir la misma empresa informativa donde se busca emitir el documento visual.

 “The Insider” Michael Mann.
El centro de poder actual radica en la economía, la que se ha estructurado acorde a los deseos y necesidades de las grandes corporaciones, especialmente las bancarias, ubicadas por ellas mismas en la cima de la pirámide desde la evolución del capitalismo hacia la finaciarización. El hecho de que el principio sobre el que se sostiene todo este sistema no sea más que una gran estafa, es algo tan difícil de comprender como increíble de creer y, así mismo, es el argumento que desarrolla con inmensa claridad “Four Horsemen“, documental dirigido por Ross Ashcroft y producido por la organización Renegade Inc. La obra se traza un objetivo claro: revelar la “superestructura” nacida producto de implantar la ideología neoliberal con la llegada de Margaret Thatcher y Ronald Reagan al poder en Inglaterra y Estados Unidos, desatando una ola de políticas económicas conservadoras modelando el mundo moderno. Los daños de ese sistema solo saltan a los medios cuando son tan inmensos como imposibles de esconder, pero el documental, de acceso gratuito en la red, demuestra que el impedimento por informar no radica en los medios sino en los deseos.

De los eventos más celebrados con pomposidad por el mundo mediático durante los años de “El fin de la historia”, la firma de los Tratados De Libre Comercio fue de lo más proclamados como la panacea. Y entre todos ellos, en el centro del universo neoliberal, estaba la vitrina que sería modelo del brillante horizonte hacía el que navegaba la humanidad, la firma cimentando la zona más poderosa de comercio del mundo en su momento y las bases del “Nuevo Orden Mundial”: el TLCAN entre Canadá, Estados Unidos y México. Pero sería ese mismo acuerdo el que destruiría las estructuras de todo un sector demográfico de los Estados Unidos, contrayendo consecuencias desesperantes para millones de ciudadanos. La silenciosa tragedia sería la base para que un desconocido documentalista de Flint, Michigan, produjera su primera gran obra audiovisual: «Roger and Me«. En ella, Michael Moore se esfuerza por tener una entrevista con el jefe de General Motors, Roger Smith, para inquirirlo por haber cerrado su fábrica en su ciudad natal, acción que dejó a cientos de miles de sus coterráneos asumiendo el costo de la liberalización del comercio: el desempleo. General Motors, muy acorde a los nuevos tiempos, había trasladado su planta desde la ciudad de Moore a un país con unos costes laborales muy bajos, buscando incrementar las ganancias de la corporación.

 Michael Moore en “Roger and Me”
Mientras el documental plasmaba las consecuencias del cambio, los medios informativos tradicionales celebraban la baja en los costos empresariales, enfocando que las mayores ganancias permitirían una economía más boyante. El hecho de que el ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, haya ganado las elecciones en gran parte hablándoles a las víctimas de la TLCAN, da una clara muestra de la grandeza de lo realizado por Moore en su filme. Ese sistema, que permitió a las empresas enriquecerse hasta la saciedad mientras empobrecía a su sociedad hasta la miseria, sería el que el cineasta denunciaría en su insuperable «Capitalism: A Love Story«, varios años antes de que un economista francés pusiera el tema de la inequidad en boga.

Una de las funciones más importantes de todo Estado es la de impartir justicia. Pero es evidente que si sus instituciones están en función del poder económico, la posibilidad de conseguir que en esta área sea él imparcial es una ilusión. En breve: los poderosos invierten en política para que no se les toque. En «JFK«, la obra magnánima de Oliver Stone, la denuncia cobra vida en forma de tajante mensaje al estipular, con muchos argumentos, cómo el crimen del presidente John Kennedy de los Estados Unidos quedó en la absoluta impunidad al haber sido perpetrado por poderosos grupos con fuertes intereses económicos, los que eran contrarios a la agenda política que había sido votada por la mayoría de los ciudadanos. La democracia, según la puesta en escena audiovisual, yace solitaria y moribunda en los pasillos oscuros de los altos pisos de los grandes conglomerados.

 “JFK” de Oliver Stone.
El sistema judicial queda exhibido como uno insuficiente y paupérrimo a la hora de enfrentar demandas en contra de prominentes figuras. Y hay una concatenación de hechos que permite entender lo sucedido. La ideología neoliberal exige la disminución de los gastos del Estado, incluido el de la justicia. Los recortes crean organismos de investigación débiles y sin las capacidades necesarias para enfrentarse a abogados defensores que cuentan con todo el respaldo financiero de sus clientes. Los presupuestos abultados tienen como objetivo encontrarlos inocentes de los crímenes que hayan cometido, sin importar la gravedad de sus actos. Esa inmensa ineficiencia, producto en gran parte del recorte de recursos con el que lidian las organizaciones que conforman el sistema judicial, se ve reflejado en sentencias ridículas, que el cine y, en última instancia, la televisión, han venido no sólo a denunciar sino también a rectificar. En el séptimo arte es memorable recordar la obra de Errol Morris, «The Thin Blue Line«, distribuida por la otrora gran empresa de cine Miramax, fundada por los hermanos caídos hoy en desgracia Weinstein. En el maravilloso y recomendable filme, el cineasta descubre y comprueba que Randall Dale Adams ha sido condenado por un crimen que nunca cometió, forzando con la presentación de su obra y la repercusión que tuvo ésta a que se investigara de nuevo su caso y, eventualmente, se le liberara de prisión.

«Paradise Lost«, otro documental, este dirigido por Joe Berlinger, es una poderosa denuncia hecha filme de tres partes propiedad de la cadena HBO. El metraje es una profunda, detallada y minuciosa investigación que puso a temblar a todo el sistema judicial de su país al descubrir la inocencia de tres jóvenes condenados por el asesinato de los niños de ocho años Christopher Byers, Michael Moore y Stevie Branch. Los hallados culpables de este horrible suceso eran Damien Echols, Jason Baldwin y Jessie Misskelley, quienes en 2012 fueron retratados de nuevo en el documental «West Of Memphis» de la directora Amy Berg, el que trajo el caso a colación una vez más presentando un resumen de lo sucedido y a un sospechoso con todas las pruebas para ser acusado. La fuerza del cine, las demandas de justicias por parte del público, ejercieron la suficiente presión para poder exculpar a los tres acusados; pero también, para demostrar las falencias de un sistema donde los prejuicios sobre los otros tienen un peso enorme a la hora de acusar y condenar.

 “Paradise Lost” de HBO.
Inquieto y poderoso como siempre, HBO iría un paso más allá con «The Jinx«, el trabajo de Andrew Jarecki hecho una serie documental de seis entregas estudiando los asesinatos de tres personas (Kathie Durst, Susan Berman y Morris Black) cuyo principal sospechoso era el millonario heredero Robert Durst, bizarro personaje quien no había podido ser encontrado culpable por el sistema judicial de su país, en gran parte por su capacidad para contratar defensas por parte de abogados costosos con toda la capacidad para permitirle salir libre. Durst, arrestado el día del estreno del último capítulo, durante el metraje habla a un micrófono que desconocía que seguía encendido, confesando ser el autor de esos homicidios. El arte reemplazando las funciones a cargo del Estado.

La nueva marca del entretenimiento casero no deseaba quedarse atrás y lanzó su propia denuncia fílmica. Netflix ha seguido esta estela con la creación de dos series documentales capaces de demostrar la pobreza del sistema judicial estadounidense, y, al igual que en los filmes anteriores, exculpar a personas injustamente condenadas. «Making A Murderer» de Laura Ricciardi y Moira Demos, el más famoso de ellos, con gran aplomo demuestra las malas prácticas efectuadas en el caso llevado en contra de un ciudadano de su país, Steve Avery, condenado a pesar de su inocencia a pasar gran tiempo en la cárcel. El impacto de lo presentado por ambas directoras ha generado una exigencia ciudadana por hacer justicia, con una petición que incluso llegó hasta el expresidente Obama, un esfuerzo que ha logrado ya algunos avances como lo es la liberación de uno de los acusados.

 Netflix, segunda temporada de “Making a Murderer”.
Los grafitis modernos, imágenes en Internet bautizadas como memes, indican que «en el pasado escuchábamos a los políticos y nos reíamos con los comediantes; ahora nos reímos de los políticos y escuchamos a los comediantes.» El que un personaje como George W. Bush, tan poco preparado y capacitado haya podido ser presidente de su país, es la muestra más implacable de que la inequidad en nuestra sociedad actual ha llegado a cuotas indignantes. Cualquier ciudadano de cualquier territorio del mundo podría encontrar en su vida su propio Bush. La llegada al poder de ese tipo de personajes sólo es posible por un fuerte patrocinio por parte del poder económico, capaz de controlar la información que sobre ellos se transmite en los medios y de presentar sus decisiones de manera manipulada. Esa fuerza a la hora de imponer una línea de pensamiento único es irremediablemente una dictadura. Y el que el comediante George Carlin sea quien sentencie con dureza sobre su país: “la única libertad que tenemos en Estados Unidos es la de escoger si preferimos Pepsi o Coca Cola”, es prueba contundente de la sabiduría explayada en los muros digitales.

Ignacio Ramonet sentencia que “el cine ha venido a sustituir a unos medios de información que dimitieron, olvidaron su misión y se dejaron intimidar por la presión de los políticos más conservadores». Pero la actitud valiente y heroica a través del celuloide es un comportamiento escaso e insuficiente. El cuarto poder, es indudable, ha muerto como institución. Y aunque haya casos dignos de mención, empresas mediáticas capaces de encontrar sustento en su modelo tradicional de negocio; la realidad es que la excepción no es la regla. Las salas de redacciones con valientes manos tecleando la información destinada a desnudar el poder es un recuerdo muy tergiversado del pasado. Es cierto que a The Washington Post se le recuerda por Watergate; pero también por ignorar los negocios de su propietario con el Pentágono. The New York Times fue el valiente medio que publicó “Los Papeles del Pentágono”; pero también el espacio desde donde se destruyó a Bernie Sanders por favorecer a Hillary Clinton en las primarias del Partido Demócrata en 2016.

 Ignacio Ramonet.
Y sin embargo, haberse embutido al periodismo no es sinónimo de haber acallado la inconformidad de las voces críticas. Internet tiene la última palabra y el ambiente moderno de medios independientes en los Estados Unidos es prometedor. Los últimos reportes de audiencia de las grandes cadenas, CNN, MSNBC, FOX, manifiestan una marcada tendencia hacia la pérdida de la audiencia. En su opuesto, los programas más grandes de medios informativos independientes se enorgullecen de su constante crecimiento en suscriptores pagos: Breaking Points, Jimmy Dore, Secular Talk, The Grey Zone, siendo unas pruebas vibrantes de que en el coloso del norte un nuevo cuarto poder está emergiendo en medio de un proceso de transformación prometedora. En países como Colombia y Argentina ejemplos similares empiezan a aparecer. Sí, el cuarto poder hoy está muerto; pero su resurrección promete ser de película.

Y sin embargo, haberse embutido al periodismo no es sinónimo de haber acallado la inconformidad de las voces críticas.