El anarquismo

Opiniones 01 de mayo de 2023 Por Noam Chomsky
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Un escritor francés, simpatizante del anarquismo, escribió en la década de 1890 que “los anarquistas tienen espaldas anchas: al igual que el papel, lo aguantan todo”, incluso aquellos cuyos actos son tales que “un enemigo mortal del anarquismo no podría haber ejecutado mejor” (O. Mirbeau). Ha habido muchas líneas de pensamiento y acción que han sido calificadas de “anarquistas”. Sería vano tratar de encuadrar todas esas divergentes tendencias en el marco de una ideología o teoría general. E incluso si procediéramos a extraer a partir de la historia del pensamiento libertario una tradición viva, en evolución, tal como hace Daniel Guérin en El anarquismo, sigue siendo difícil formular sus doctrinas en la forma de una concreta y específica teoría de la sociedad y de los cambios sociales. El historiador anarquista Rudolf Rocker, que presenta una concepción sistemática del desarrollo del pensamiento anarquista hacia el anarcosindicalismo, siguiendo una orientación semejante a la de la obra de Guérin, pone las cosas en su sitio cuando dice que el anarquismo no es:

un sistema social fijo, cerrado, sino una tendencia definida del desarrollo histórico de la humanidad, que, a diferencia de la tutela intelectual de toda institución clerical y gubernamental, aspira a que todas las fuerzas individuales y sociales se desenvuelvan libremente en la vida. Ni siquiera la libertad es un concepto absoluto, sino sólo relativo, ya que constantemente trata de ensancharse y de afectar a círculos más amplios, de las más variadas formas. Para el anarquista, la libertad no es un concepto filosófico abstracto, sino la posibilidad concreta de que todo ser humano pueda desarrollar plenamente en la vida las facultades, capacidades y talentos de que la naturaleza lo ha dotado, y ponerlas al servicio de la sociedad. Cuanto menos se vea influido este desarrollo natural del hombre por la tutela eclesiástica o política, más eficiente y armoniosa se volverá la personalidad humana, dando así buena muestra de la cultura intelectual de la sociedad en que ha crecido.

Uno podría preguntarse qué interés puede tener estudiar “una tendencia definida en el desarrollo histórico de la humanidad” que no da lugar a una teoría social específica y pormenorizada. Ciertamente, muchos comentaristas desdeñan el anarquismo por utópico, informe, primitivo o, en todo caso, incompatible con las realidades de una sociedad compleja. Sin embargo, podría argumentarse de manera muy diferente: aduciendo que en cada estadio de la historia nuestra preocupación ha de ser la de desmantelar aquellas formas de autoridad y opresión que han sobrevivido a su época y que, si bien en algún momento pudieron haber tenido una justificación por motivos de seguridad, supervivencia o desarrollo económico, ahora acrecientan más que alivian la penuria material y cultural. De ser así, no existirá ninguna doctrina del cambio social fija, válida para el presente y el futuro; ni siquiera, como no podría ser de otro modo, una idea concreta e inalterable de los objetivos hacia los que los cambios sociales deberían tender. Sin duda, nuestra comprensión de la naturaleza del hombre o de la gama de formas viables de sociedad es tan rudimentaria que cualquier doctrina con pretensiones de dar razón de todo ha de observarse con gran escepticismo, el mismo que debemos aplicar cuando oímos que “la naturaleza humana” o “imperativos de eficacia” o “la complejidad de la vida moderna” exigen esta o aquella forma de opresión y un man- do autocrático.

No obstante, en cada época particular, existen sobradas razones para desarrollar, en tanto el alcance de nuestra comprensión lo permita, el descubrimiento específico de esta tendencia definida en el desarrollo histórico de la humanidad, apropiada a los objetivos del momento.

Para Rocker,

el problema de nuestro tiempo es la liberación del hombre de la condena de la explotación económica y la esclavitud política y social; 

y el método no es la conquista y el ejercicio del poder del Estado, ni el estupidizante parlamentarismo, sino “la reconstrucción de la vida económica de los pueblos desde la base, edificándola en el espíritu del socialismo”.

Mas sólo los productores mismos pueden llevar a cabo esta tarea, ya que son el único factor de la sociedad creador de valor a partir del cual puede surgir un futuro distinto. Suya ha de ser la tarea de liberar al trabajo de las cadenas con que la explotación económica lo aprisiona, la tarea de liberar a la sociedad de todas las instituciones y mecanismos del poder político y de abrir el camino para una alianza de grupos de hombres y mujeres libres, basada en el trabajo cooperativo y en una administración planificada de las cosas en interés de la comunidad. Preparar a las masas trabajadoras del campo y la ciudad para este gran objetivo y unirlas para hacer de ellas una fuerza militante es el objetivo del anarcosindicalismo moderno; en él se agotan todos sus propósitos.

En cuanto socialista, Rocker daría por hecho, como lo expresa Bakunin:

que la auténtica, final y completa liberación de los trabajadores sólo es posible bajo una condición: la apropiación del capital, esto es, de las materias primas y de las herramientas de trabajo, incluida la tierra, por el conj unto de los trabaj adores.

En cuanto anarcosindicalista, insiste además en que, en el período prerrevolucionario, las organizaciones de los trabajadores crean “no sólo las ideas, sino también los hechos del futuro”, encarnando ellos mismos la estructura de la sociedad futura, y aguarda esperanzado la revolución social que acabará con el aparato del Estado y expropiará a los expropiadores.

Lo que ponemos en lugar del gobierno es la organización industrial (…) Los anarcosindicalistas tienen la convicción de que un orden económico socialista no puede crearse a través de los decretos y leyes de un gobierno, sino sólo mediante la colaboración solidaria de los trabajadores que con sus manos y su inteligencia operan en cada particular ramo de la producción; esto es, mediante la asunción de la dirección de todas las plantas por los trabajadores mismos, de tal forma que los diferentes grupos, plantas y ramos de la industria sean miembros independientes del organismo económico general y se encarguen sistemáticamente de la producción y distribución de los bienes en interés de la comunidad, basándose en libres acuerdos mutuos.

Rocker escribía esto en el momento en el que tales ideas habían sido llevadas a la práctica en la Revolución Española. Justo antes del estallido de la revolución, el economista anarcosindicalista Diego Abad de Santillán había escrito:

…al afrontar el problema de la transformación social la revolución no puede considerar al Estado como un medio, sino que ha de apoyarse en la organización de los productores.

Nosotros hemos seguido esta norma y no vemos necesidad alguna de que, con el fin de establecer un nuevo orden de cosas, hayamos de suponer la existencia de un poder superior al trabajo organizado. Agradeceríamos que se nos indicara qué función, si acaso hubiera alguna, podría desempeñar el Estado en una organización económica en la que la propiedad privada ha sido abolida y en la que no hay lugar para el parasitismo y los privilegios especiales. La supresión del Estado no puede producirse esperando a su languidecimiento; debe ser tarea de la revolución acabar con el Estado. O bien la revolución pone la riqueza social en manos de los productores, en cuyo caso los productores se organizan por sí mismos con vistas a la distribución colectiva, y entonces el Estado no tiene nada que hacer, o bien la revolución no pone la riqueza social en manos de los productores, en cuyo caso la revolución ha sido un engaño y el Estado continuará existiendo.

Nuestro consejo federal de economía no es un poder político, sino un poder regulador económico y administrativo. Su orientación viene determinada desde abajo y opera de acuerdo con las resoluciones de las asambleas regionales y nacionales. Es un órgano de enlace y nada más.

Engels, en una carta escrita en 1883, expresaba su desacuerdo con esta idea del modo siguiente:

Los anarquistas plantean las cosas al revés. Afirman que la revolución proletaria debe comenzar echando abajo la organización política del Estado (…) Pero destruirla en ese momento significaría la destrucción del único órgano mediante el cual el proletariado victorioso puede afianzar su recién conquistado poder, mantener a raya a sus adversarios capitalistas y llevar a cabo la revolución económica de la sociedad, sin la cual esa victoria acabará inevitablemente en una nueva derrota y en una masacre de los trabajadores, tal y como sucedió en la comuna de París.

Por el contrario, los anarquistas –y con particular elocuencia, Bakunin– advirtieron del peligro de la “burocracia roja”, que se mostraría como “la mentira más vil y terrible que ha sido urdida en nuestro siglo”. El anarcosindicalista Fernand Pelloutier preguntaba:

¿Acaso el Estado transitorio al que hemos de someternos ha de ser necesaria y fatalmente una cárcel colectivista? ¿No puede consistir en una organización libre, limitada exclusivamente por las necesidades de la producción y el consumo, desaparecidas ya todas las instituciones políticas?

No pretendo yo conocer la respuesta a esta pregunta. Pero parece claro que, a menos que de alguna manera la respuesta sea afirmativa, las oportunidades para una revolución verdaderamente democrática, que alcance los ideales humanistas de la izquierda, no son muchas. Martin Buber expuso el problema de forma sucinta cuando escribió: “Nadie puede razonablemente esperar que un arbolito, una vez transformado en un palo de golf, continúe echando hojas”. La cuestión de la conquista o destrucción del poder del Estado era para Bakunin el asunto primordial que lo separaba de Marx. De una u otra forma, desde entonces el problema ha surgido repetidas veces a lo largo del siglo, dividiendo a los socialistas en “libertarios” y “autoritarios”.

Pese a las advertencias de Bakunin en relación con la burocracia roja, y su cumplimiento bajo la dictadura de Stalin, obviamente cometeríamos un grueso error al interpretar los debates de hace un siglo para relacionarlos con las reivindicaciones de los actuales movimientos sociales así como con sus orígenes históricos. Concretamente, es malicioso considerar al bolchevismo como “el marxismo en los hechos”. Por el contrario, mucho más atinada es la crítica izquierdista al bolchevismo que toma en consideración las circunstancias históricas que rodearon la Revolución Rusa.

El movimiento obrero izquierdista antibolchevique se opuso a los leninistas porque éstos no aprovecharon suficientemente los levantamientos que tuvieron lugar en Rusia, con objetivos estrictamente proletarios. Quedaron prisioneros de su entorno y utilizaron al movimiento radical internacional para satisfacer necesidades específicamente rusas, que rápidamente vinieron a identificarse con las necesidades del PartidoEstado bolchevique. Los aspectos “burgueses” de la Revolución Rusa quedaron entonces al descubierto en el bolchevismo mismo: el leninismo fue considerado parte de la socialdemocracia internacional, distinguiéndose de esta última únicamente por cuestiones tácticas.

Si tratáramos de buscar una sola idea rectora dentro de la tradición anarquista, la hallaríamos, a mi juicio, en lo expresado por Bakunin cuando, refiriéndose a la Comuna de París, se identificó a sí mismo como sigue:

Soy un amante fanático de la libertad, considero que es la única condición bajo la cual la inteligencia, la dignidad y la felicidad humana pueden desarrollarse y crecer; no la libertad puramente formal concedida, delimitada y regulada por el Estado, un eterno engaño que en realidad no representa otra cosa que el privilegio de algunos fundado en la esclavitud del resto; no la libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia ensalzada por la Escuela de J. J. Rousseau y otras escuelas del liberalismo burgués, que entiende que el Estado, limitando los derechos de cada uno, representa la condición de posibilidad de los derechos de todos, una idea que por necesidad conduce a la reducción de los derechos de cada uno a cero. No, yo me refiero a la única clase de libertad que merece tal nombre, la libertad que consiste en el completo desarrollo de todas las capacidades materiales, intelectuales y morales que permanecen latentes en cada persona; libertad que no conoce más restricciones que aquellas que vienen determinadas por las leyes de nuestra propia naturaleza individual, y que no pueden ser consideradas propiamente restricciones, puesto que no se trata de leyes impuestas por un legislador externo, ya se halle a la par o por encima de nosotros, sino que son inmanentes e inherentes a nosotros mismos, constituyendo la propia base de nuestro ser material, intelectual y moral: no nos limitan sino que son las condiciones reales e inmediatas de nuestra libertad.

Estas ideas tienen su origen en el Iluminismo; sus raíces se encuentran en el Discurso acerca de la desigualdad de Rousseau, en las Ideas para un intento de determinar los límites de la acción del Estado de Humboldt, en la insistencia de Kant en la defensa de la Revolución Francesa, en que la libertad es condición previa para adquirir madurez en relación con la libertad, y no un regalo que se obtiene una vez se ha alcanzado dicha madurez. Con el desarrollo del capitalismo industrial, ese nuevo e imprevisto sistema de injusticia, es el socialismo libertario el que ha preservado y difundido el mensaje humanista radical del Iluminismo y las ideas liberales clásicas, luego pervertidas para servir de sustento a una ideología destinada a mantener el orden social emergente. En realidad, partiendo de los mismos supuestos que llevaron al liberalismo clásico a oponerse a la intervención del Estado en la vida social, las relaciones sociales capitalistas son igualmente intolerables. Esto se ve con toda claridad, por ejemplo, en la clásica obra de Humboldt Ideas para un intento de determinar los límites de la acción del Estado, precursora de Mill, al que quizá sirvió de inspiración. Esta obra clásica del pensamiento liberal, concluida en 1792, es en su esencia, aunque de forma prematura, profundamente anticapitalista. Sus ideas hubieron de ser suavizadas, hasta volverse prácticamente irreconocibles, a fin de transmutarlas en una ideología del capitalismo industrial.

La visión de Humboldt de una sociedad en la que las ataduras sociales son sustituidas por vínculos sociales y el trabajo es asumido libremente, nos recuerda al joven Marx y sus reflexiones acerca de la “alienación del trabajo cuando éste es externo al trabajador (…) no es parte de su naturaleza (…) [de tal modo que] no se realiza en su trabajo, sino que se niega a sí mismo (…) se agota físicamente y se degrada mentalmente ”, trabajo alienado que “a unos trabajadores los hace regresar a un tipo de trabajo bárbaro y a otros los convierte en máquinas ”, despojando al hombre de algo “característico de su especie” como es “la actividad consciente y libre” y la “vida productiva”. Igualmente, Marx concibe “una nueva clase de ser humano que necesita de sus congéneres”. [La asociación de los trabajadores viene a ser] “el esfuerzo real y constructivo de crear el tejido social de las futuras relaciones humanas ”. No puede negarse que el pensamiento liberal clásico, como consecuencia de premisas de hondo calado acerca de la necesidad humana de libertad, diversidad y libre asociación, se opone a la intervención del Estado en la vida social. Bajo esas mismas premisas, las relaciones capitalistas de producción, el trabajo asalariado, la competitividad, la ideología del “individualismo posesivo”, han de observarse como fundamentalmente inhumanas. El socialismo libertario ha de ser considerado con toda propiedad el heredero de los ideales liberales del Iluminismo.

Rudolf Rocker describe el anarquismo moderno como

la confluencia de las dos grandes corrientes que durante y des- de la Revolución Francesa han encontrado expresión muy característica en la vida intelectual de Europa: socialismo y liberalismo.

Los ideales liberales clásicos, afirma Rocker, se fueron a pique bajo el peso de la realidad de las formas de la economía capitalista. El anarquismo es necesariamente anticapitalista ya que “rechaza la explotación del hombre por el hombre”. Pero el anarquismo también rechaza “la dominación del hombre sobre el hombre”. Insiste en que “el socialismo será libre o no será. En reconocer esto estriba la genuina y profunda justificación para la existencia del anarquismo”. Desde este punto de vista, puede decirse que el anarquismo es la rama libertaria del socialismo. Éste es el espíritu de Daniel Guérin al abordar el estudio del anarquismo en El anarquismo y en otras obras. Guérin cita a Adolf Fischer, que decía que “todo anarquista es socialista, pero no todo socialista es necesariamente anarquista”. Del mismo modo, Bakunin, en su “manifiesto anarquista” de 1865, el programa de su proyectada fraternidad revolucionaria internacional, sentó el principio de que todo miembro debe ser, en primer lugar, socialista.

Un anarquista consecuente ha de oponerse a la propiedad privada de los medios de producción y a la esclavitud salarial, propias de este sistema, como incompatibles con el principio de que el trabajo debe asumirse libremente y permanecer bajo el control del productor. Tal como Marx lo expresa en Crítica al programa de Gotha, los socialistas persiguen una sociedad en la que el trabajo sea “no sólo un medio de vida, sino también la mayor necesidad vital”, algo imposible cuando el trabajador está dirigido por una autoridad externa o precisa algo más que su propio impulso. Afirma Marx en los Grundrisse, “ninguna forma de trabajo asalariado, aun cuando haya alguna menos odiosa que otra, puede acabar con la miseria del trabajo asalariado mismo ”. Un anarquista consecuente se opondrá no sólo al trabajo alienado sino también a la embrutecedora especialización del trabajo que tiene lugar, como se describe en El capital, cuando los medios para desarrollar la producción

. ..mutilan al trabajador convirtiéndolo en un fragmento de ser humano, lo degradan haciendo de él un apéndice de la máquina, transforman su trabajo en un tormento tal que su sentido esencial es destruido, lo separan de las potencialidades intelectuales del proceso de trabajo en la misma proporción en que a éste se le incorpora la ciencia como potencialidad independiente…

Marx no pensó que esto fuera algo inevitablemente unido a la industrialización, sino como una característica de las relaciones capitalistas de producción. La sociedad del futuro debe ocuparse de

reemplazar el trabajador especializado de hoy (…) reducido a un mero fragmento de ser humano, por un individuo completamente desarrollado, apto para una diversidad de trabajos (…), para el cual las diferentes funciones sociales (…) no son sino diversas maneras de dar rienda suelta a sus propias capacidades naturales.

Para ello, es requisito previo la abolición de las categorías sociales de capital y trabajo asalariado (por no hablar de los ejércitos industriales de los “Estados obreros” o de las diversas formas de totalitarismo desde la aparición del capitalismo). La reducción del hombre a un apéndice de la máquina, a una herramienta especializada de la producción, podría en principio superarse, en vez de agravarse, mediante un adecuado desarrollo y uso de la tecnología, pero no bajo las condiciones de un control autocrático de la producción por parte de aquellos que hacen del hombre un instrumento al servicio de sus fines particulares, prescindiendo –por utilizar la expresión de Humboldt– de los objetivos individuales de éste.

Los anarcosindicalistas al decir de Pelloutier aspiraban a crear, incluso dentro del capitalismo, “asociaciones libres de productores libres” que se implicaran en la lucha militante y se prepararan para asumir la organización de la producción sobre bases democráticas. Estas asociaciones servirían de “escuela práctica de anarquismo”. Si la propiedad privada de los medios de producción no es más que, utilizando la conocida frase de Proudhon, una forma de “robo” o ”la explotación del débil por el fuerte”, el control de la producción por una burocracia estatal, por buenas que sean sus intenciones, tampoco crea las condiciones para que el trabajo –manual e intelectual– pueda convertirse en la mayor necesidad vital. Por consiguiente, ambas formas deben ser superadas.

En su ataque contra el derecho al control privado o burocrático de los medios de producción, el anarquista se posiciona junto a aquellos que luchan por alcanzar

la tercera y última fase emancipatoria de la historia: la primera hizo de los esclavos siervos, la segunda hizo de los siervos asalariados y la tercera consiste en la abolición del proletariado en un acto último de liberación que pone el control de la economía en manos de asociaciones libres y voluntarias de productores (Fourier, 1848).

El peligro inminente para la “civilización” fue advertido, también en 1848, por de Tocqueville:

Mientras el derecho de propiedad fue el origen y fundamento de muchos otros derechos, era fácil defenderlo, o, para ser más precisos, no sufría ningún ataque; entonces era la ciudadela de la sociedad, mientras que los otros derechos eran su fortificación: no se llevaba la peor parte en los ataques y, en realidad, no se producían intentos serios de asalto. Pero hoy en día, cuando se ve en el derecho de propiedad el último resto aún no destruido del mundo aristocrático, cuando sólo él queda en pie, cuando es el único privilegio en una sociedad cuyos miembros son ya en todo lo demás iguales, la cosa cambia. Consideremos lo que está ocurriendo en los corazones de las clases trabajadoras, aunque admito que aún están silenciosas como tales. Es cierto que se encuentran menos inflamadas que antes por pasiones políticas propiamente dichas; pero ¿no veis que sus pasiones, lejos de ser políticas, se han convertido en sociales? ¿No veis que poco a poco se van extendiendo entre ellos opiniones e ideas que apuntan no a la derogación de tales o cuales otras leyes, de tal ministerio o tal gobierno, sino a la disolución de los fundamentos mismos de la propia sociedad?

Los trabajadores de París, en 1871, rompieron el silencio y procedieron a

…abolir la propiedad, base de toda civilización. Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción –la tierra y el capital– que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. (K. Marx, en La guerra civil en Francia.)

La Comuna, por supuesto, fue ahogada en un baño de sangre. La verdadera naturaleza de la “civilización” que los trabajadores de París trataron de superar con su ataque contra “los fundamentos mismos de la propia sociedad” se mostró, una vez más, cuando las tropas del gobierno de Versalles reconquistaron París arrebatándoselo al pueblo. Como Marx escribió, con tanta amargura como acierto:

La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley (…) las hazañas infernales de la soldadesca reflejan el espíritu innato de esa civilización, de la que es el brazo vengador y mercenario (…) La burguesía del mundo entero, que mira complacida la matanza en masa después de la lucha, ¡se estremece de horror ante la profanación del ladrillo y la argamasa! [Ibíd.]

Pese a la violenta destrucción de la Comuna, Bakunin escribió que París abría una nueva época, “la de la definitiva y completa emancipación de las masas populares y su futura auténtica solidaridad por encima y a pesar de las ataduras del Estado”. “La próxima revolución, internacionalmente solidaria, será la resurrección de París”, una revolución que el mundo todavía espera.

Así pues, el anarquista consecuente debe ser socialista, pero socialista de una clase particular. No sólo se opondrá al trabajo alienado y especializado y aspirará a la apropiación del capital por parte del conjunto de los trabajadores, sino que insistirá, además, en que dicha apropiación sea directa y no ejercida por una elite que actúe en nombre del proletariado. Se opondrá, en suma, a

la organización del trabajo por los gobernantes. Eso significa socialismo de Estado, el gobierno de los funcionarios del Estado sobre la producción y el gobierno de los científicos, directivos y funcionarios sobre el comercio (…) El objetivo de la clase trabajadora es su liberación de la explotación. Este objetivo no se alcanza ni puede ser alcanzado por una nueva clase dirigente que se coloque a sí misma en el lugar que antes ocupaba la burguesía. Únicamente lo harán realidad los trabajadores, haciéndose cargo ellos mismos de la producción.

Estas observaciones están tomadas de “Cinco tesis sobre la lucha de clases”, del marxista de izquierda Anton Pannekoek, uno de los teóricos más destacados del movimiento comunista consejista. Y es que, de hecho, el marxismo radical se funde con las corrientes anarquistas.

A modo de ilustración adicional, consideremos la siguiente caracterización del “socialismo revolucionario”:

El socialista revolucionario rechaza que la propiedad del Estado pueda terminar en algo distinto del despotismo burocrático. Hemos visto por qué el Estado no puede controlar democráticamente la industria. La industria sólo puede ser democráticamente poseída y controlada por los trabajadores cuando éstos eligen directamente los comités administrativos industriales entre sus propias filas. El socialismo será, fundamentalmente, un sistema industrial; su estructuración tendrá un carácter industrial. Así, aquellos que se hagan cargo de las actividades sociales e industriales de la sociedad tendrán representación directa en los consejos locales y centrales de la administración. De este modo, el poder de dichos delegados emanará de quienes llevan a cabo el trabajo y permanecerá atento a las necesidades de la comunidad. Cuando el comité administrativo industrial central se reúna, representará a cada sector de la actividad social. Por tanto, el Estado –político o geográfico– capitalista será sustituido por el comité administrativo industrial del socialismo. La transición de uno a otro sistema social será la revolución social. A lo largo de la historia el Estado político ha significado el gobierno de los hombres por las clases dirigentes; la República del Socialismo será el gobierno de la industria administrada por toda la comunidad. El primero representa el sometimiento económico y político de la mayoría; esta última significa la libertad económica de todos y será, por tanto, una verdadera democracia.

Esta declaración programática aparece en la obra de William Paul El Estado. Sus orígenes y funciones, escrita a comienzos de 1917 –poco antes de la aparición de El Estado y la revolución, de Lenin– y que es quizá su obra más libertaria. Paul fue miembro del Partido Laborista Socialista Marxista-De Leonista, y más adelante, uno de los fundadores del Partido Comunista Británico. Su crítica al socialismo de Estado se asemeja a la doctrina libertaria de los anarquistas en su principio de que, puesto que la propiedad y dirección del Estado conduciría a un despotismo burocrático, la revolución social debe reemplazarlo por la organización industrial de la sociedad bajo el control directo de los trabajadores. Podríamos citar multitud de afirmaciones similares.

Pero lo más importante es que estas ideas han sido ya llevadas a la práctica en la acción revolucionaria espontánea; por ejemplo, en Alemania e Italia tras la Primera Guerra Mundial, y en España –no sólo en el campo, sino también en la Barcelona industrial– en 1936. Bien podría decirse que alguna suerte de comunismo consejista es la forma natural del socialismo revolucionario en una sociedad industrial. Ahí se plasma la certeza intuitiva de que la democracia se encuentra muy limitada cuando el sistema industrial está controlado por alguna forma de elite autocrática, ya se trate de los propietarios, los directivos y tecnócratas, por un partido de “vanguardia” o por una burocracia estatal. Bajo esas condiciones de dominación autoritaria, los ideales libertarios clásicos, desarrollados luego por Marx, Bakunin y otros auténticos revolucionarios, no pueden hacerse realidad: el hombre no será libre para desarrollar al máximo todas sus potencialidades, y el productor seguirá siendo “un fragmento de ser humano”, un ser degradado, una herramienta de un proceso productivo dirigido desde arriba.

La expresión “acción revolucionaria espontánea” puede llevar a confusión. Al menos los anarcosindicalistas toman buena nota de la observación de Bakunin de que las organizaciones de los trabajadores deben crear en el período prerrevolucionario “no sólo las ideas, sino también los hechos del futuro”. Los logros de la revolución popular, en España en particular, se basaron en un paciente trabajo de años de organización y educación, elementos de una larga tradición de compromiso y militancia. Las resoluciones de los Congresos de Madrid, en junio de 1931, y de Zaragoza, en mayo de 1936, prefiguraron de diversas maneras los actos de la revolución, tal y como sucedió también con las ideas, algo diferentes, esbozadas por Abad de Santillán en su puntual descripción de la organización social y económica que habría de instaurar la revolución. Guérin escribe que “la Revolución Española había alcanzado cierta madurez tanto en las mentes de los pensadores libertarios como en la conciencia popular”. Y cuando, con el golpe de Franco, la agitación de comienzos de 1936 llevó al estallido de la revolución social, las organizaciones de los trabaj adores contaban ya con la estructura, la experiencia y la conciencia para emprender la tarea de la reconstrucción social. En su introducción a una recopilación de documentos acerca de la colectivización en España, el anarquista Augustin Souchy escribe:

Durante muchos años los anarquistas y sindicalistas españoles consideraron que su tarea suprema era la transformación social de la sociedad. En sus asambleas de sindicatos y grupos, en sus diarios, en sus panfletos y libros, el problema de la revolución social se discutía sin cesar y de forma sistemática.

Todo esto subyace tras los logros espontáneos y la obra constructiva de la Revolución Española.

Las ideas del socialismo libertario, en el sentido descripto, han quedado arrinconadas en las sociedades industriales del pasado medio siglo. Las ideologías dominantes han sido el socialismo de Estado o el capitalismo de Estado (éste de carácter cada vez más militarizado en los Estados Unidos, por razones fáciles de ver). Pero el interés por el anarquismo se ha reavivado en estos últimos años. Las tesis de Anton Pannekoek que he citado están tomadas de un panfleto reciente de un grupo de trabajadores radicales franceses (Informations Correspondance Ouvrière). Las observaciones de William Paul en torno del socialismo revolucionario fueron citadas por Walter Kendall en un discurso pronunciado en el Congreso Nacional sobre Control Obrero, en Sheffield, Inglaterra, en marzo de 1969. En Inglaterra, el movimiento que lucha por el control obrero ha ido adquiriendo una fuerza significativa en los últimos años. Ha organizado varios congresos, ha producido una considerable literatura relacionada y cuenta con el apoyo activo de algunos de los sindicatos más importantes. La Amalgamated Engineering and Foundryworkers’ Union, por ejemplo, ha adoptado como política oficial el programa de nacionalización de las industrias básicas bajo control “obrero” en todos los niveles. En el continente ha habido progresos similares. Mayo del 68, por descontado, aceleró en Alemania y en Francia el creciente interés por el comunismo consejista y por ideas que siguen esa misma línea, tal y como sucedió en Inglaterra.

Dado el carácter extremadamente conservador de nuestra muy ideologizada sociedad, no sorprende demasiado que los Estados Unidos hayan quedado relativamente al margen de esa evolución. Pero también eso puede cambiar. La erosión de la mitología que rodeaba a la guerra fría permite al menos suscitar la discusión sobre estas cuestiones en círculos bastante amplios. Si consiguiéramos refrenar la actual ola de represión, si la izquierda fuera capaz de superar sus tendencias mas suicidas y construir sobre lo que se ha conseguido en la década pasada, entonces el problema de cómo organizar la sociedad industrial sobre bases verdaderamente democráticas, con un control democrático en el lugar de trabajo y en la comunidad, se convertiría en el principal tema de reflexión para todos aquellos que son sensibles a los problemas de la sociedad contemporánea y, en la medida en que se fuera desarrollando un movimiento de masas en favor del socialismo libertario, la reflexión habría de ceder el paso a la acción.

En su manifiesto de 1865, Bakunin predijo que un elemento de la revolución social sería “esa inteligente y verdaderamente noble parte de la juventud que, pese a pertenecer por nacimiento a las clases privilegiadas, es llevada por sus generosas convicciones y ardientes anhelos a hacer suya la causa del pueblo”. Quizás en el surgimiento del movimiento estudiantil de los 60 pueda observarse algún paso hacia el cumplimiento de esta profecía.

Daniel Guérin ha emprendido lo que describe como un “proceso de rehabilitación del anarquismo”. Argumenta –convincentemente, a mi juicio– que “las ideas constructivas del anarquismo mantienen su vitalidad y que, examinadas y tamizadas, podrían ser de gran utilidad para que el pensamiento socialista contemporáneo tomara un nuevo rumbo… [y] para contribuir a enriquecer el marxismo”. De esas “amplias espaldas” del anarquismo él ha seleccionado para examinarlas más atentamente aquellas ideas y acciones que pueden calificarse de socialistas libertarias. Es lo natural y apropiado. Dentro de ese marco se encuadran los más importantes portavoces del anarquismo así como los movimientos populares que han estado inspirados por sentimientos e ideales anarquistas. Guérin se ocupa no sólo del pensamiento anarquista, sino también de las acciones espontáneas de la lucha revolucionaria popular. Se ocupa tanto de la creatividad social como de la intelectual. Además, a partir de las realizaciones constructivas del pasado trata de extraer lecciones que enriquecen la teoría de la liberación social. Para aquellos que desean no sólo comprender el mundo sino también cambiarlo, ésta es la forma apropiada de abordar el estudio de la historia del anarquismo.

Guérin describe el anarquismo del siglo XIX como eminentemente doctrinal, mientras que sostiene que el siglo XX, para los anarquistas, ha sido una época de “práctica revolucionaria”. En El anarquismo refleja esta opinión.

Arthur Rosenberg apuntó en una ocasión que las revoluciones populares se caracterizan por tratar de sustituir “una autoridad feudal o centralizada que gobierna por la fuerza” por alguna suerte de sistema comunal que “implique la destrucción y desaparición de la vieja forma de Estado”. Dicho sistema será o bien socialista, o bien “una forma extrema de democracia… [la cual es] condición previa para el socialismo, por cuanto el socialismo sólo puede hacerse realidad en un mundo en el que el individuo goce de la máxima libertad posible”. Este ideal, observa, era común a Marx y a los anarquistas. Esta lucha natural por la liberación va en sentido opuesto a la predominante tendencia hacia la centralización de la vida política y económica.

Hace un siglo, en La guerra civil en Francia, Marx escribió que los trabajadores de París “comprendieron que no había más alternativa que la Comuna o el imperio, fuera cual fuera el nombre bajo el que éste reapareciese”.

El Imperio los había arruinado económicamente con su dilapidación de la riqueza pimblica, con las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la concentración artificialmente acelerada del capital, que suponía la expropiación de muchos de sus componentes. Los había oprimido políticamente, y los había irritado moralmente con sus orgías; había herido su volterianismo al confiar la educación de sus hijos a los frères ignorantins, y había sublevado su sentimiento nacional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la caída del Imperio.

El miserable Segundo Imperio “era la imnica forma de gobierno posible en una época en que la burguesía ya había sido derrotada y la clase trabajadora aimn no había adquirido capacidad para gobernar la nación”.

No resultaría muy difícil parafrasear estas observaciones para adecuarlas a los sistemas imperiales de 1970. El problema de la “liberación del hombre de la condena de la explotación económica y la esclavización política y social” es también hoy el problema de nuestro tiempo. Y mientras así sea, las doctrinas y la práctica revolucionaria del socialismo libertario nos servirán de inspiración y guía.

Noam Chomsky, 1970