Blade Runner 2049: ¿Ahora somos los dioses?
Las secuelas hollywoodenses son, en la inmensa mayoría de los casos, una oportunidad desperdiciada para contar una gran historia. Al volcar su objetivo en convertirlas en poderosas máquinas de hacer dinero, sus realizadores abandonan desde el más temprano proceso creativo toda posibilidad de explotar argumentativa y artísticamente un mundo ya experimentado con satisfacción por un público masivo. «Blade Runner 2049«, traida a la vida como secuela 35 años después del nacimiento de su antecesora, no merece agruparse en tan pauperrimo grupo. Su objetivo es la expansión y actualización del universo estructurado por su primer padre creador y evolucionar en las temáticas que generaron efervecientes debates entre los cinéfilos de dos generaciones anteriores.
No es baladí compartir el sustantivo usado por el director a la hora de explicar por qué decidió tomar las riendas del proyecto, puesto que parece hallarse en esa palabra la característica que mejor define la última película dirigida por el canadiense Denis Villeneuve: después de revisar el guion escrito por Hampton Fancher, Michael Green y Ridley Scott, el cineasta encontró un material escrito con una calidad poética, que lo impulsó con fervor a convertirlo en imágenes y sonidos. Triste realidad de estos tiempos la suerte legada a estos artistas, así sean visuales, al forzarlos a quedar condenados al fracaso comercial. Este lienzo audiovisual no sería la excepción: el último trabajo de Villeneuve fue un gran fracaso en taquilla en todo el globo.
Titulado como «El futuro llegó hace rato», la firma de Catherine Dufour en artículo para Le Monde Diplomatique estipula la muerte del género de la ficción científica en la actual época, consecuencia natural de los impresionantes avances tecnológicos ofrecidos por la era digital moderna. La alucinante realidad es evidente para cualquiera, pero tal vez más impresionante es el registro mismo dejado por el séptimo arte: no es más que ver un filme futurista hecho hace cinco años para sentirlo hoy como uno anticuado. Se lee en esa maravillosa pieza de análisis periodístico una realidad tan dura como una roca: «…claro está que desplegar el potencial de la IA (inteligencia artificial) y la biotecnología abre fértiles vías literarias, pero nuestro tiempo aún espera a un nuevo Orwell, un nuevo Huxley, que le permita ver más allá».
No se halla al heredero de tales figuras tampoco en el cine o en este filme. En la charla dada por el cineasta encargado de renacer el universo «runner», en Google, comentaba el autor a su audiencia sobre este mismo punto: lo complicado que ha sido para los creadores modernos del séptimo arte contar historias Sci-Fi. Hoy, tal vez como nunca antes, los inventores van a una mayor velocidad que los soñadores. Pero bien decía el gran George Orson Welles que son los obstáculos los mejores amigos de los verdaderos artistas y en la manera cómo superarón ese inconveniente es que realizadores de la segunda entrega de «Blade Runner» establecieron las bases para crear una secuela que rinde honor a su fuente originaria; pero que la supera en el desarrollo dramático creado como sostén para el avance de la historia.
Las dos entregas de «Blade Runner» están poderosamente ligadas al existencialismo, siendo una exploración profunda a nuestra condición humana en un mundo de ficción científica. No es un entretenimiento sencillo y superfluo, enfocado en hacer avanzar una trama con el único objetivo de crear poderosas secuencias de acción. Al igual que se desarrolló en «Interstellar» de Christopher Nolan, se encuentra en esta cinta una representación de los dilemas que como especie sufrimos y, con calidad visionaria debemos decir, vamos a sufrir.
José Pablo Feinman, filósofo con un programa de televisión llamando «Filosofía Aquí y Ahora«, citado por el canal de YouTube «La Onceava Dimensión», contempla el mismo problema de los replicantes de «Blade Runner» con una frase maravillosa: «los dioses no hacen filosofía». Y no la hacen, completamos acá, por su condición de inmortales. Denis Villeneuve recordaba a su audiencia en las oficinas del gigante de la informática que la razón para fugarse de los primeros Nexus era encontrar a su creador y exigirle que les alargara su existencia. Sus pocos años de funcionamiento (¿o vida?) era su razón para odiarlo y el saberse como seres mortales los hizo despertar y generar conciencia, exacto desarrollo de los humanos.
Precisamente ese nacimiento de la conciencia representado en este tándem de películas, es el que hoy denuncia con inmensa contundencia Edouard Pflimlin en su «La Urgencia por prohibir los robots asesinos», otra pieza de fina escritura para Le Monde Diplomatique . Dice él, en medio de su escrito, como si de una reseña al filme de Scott o Villeneuve se tratara que, «dentro de aproximadamente una década, Estados Unidos podría dominar la tecnología que permitirá diseñar robots capaces de tomar la decisión de matar por sí mismos». Complementa su aterrador comentario preveniendo que»si un día un robot tuviera que decidir por sí mismo la suerte de un ser humano, la propia naturaleza de la guerra cambiaría». Ese cambio, en muchos sentidos, es lo que explaya en bellos lienzos visuales «Blade Runner«.
Pero la condición misma de los seres es la oportunidad de entablar un profundo debate sobre el comportamiento de los humanos con sus semejantes. En la primera entrega de la saga los replicantes eran creados para realizar trabajos duros; mientras que, en esta segunda parte, su participación en la cotidianidad es más desde el punto de vista de un «ciudadano». Harrison Ford, Deckard para nosotros, explicaba en su conversación en Google este escenario particular desde su interesante punto de vista: «si creamos a un ser exactamente igual a un humano y lo poseemos, eso es esclavizar».
Yhe allí donde se desprende, precisamente, el punto álgido del debate que rodea el filme: ¿qué es la Inteligencia Artificial? ¿Una tecnología o una nueva forma de vida? Ryan Gosling, dando vida al agente K, escucha sorprendido decir a su jefa, la teniente Joshi (Robin Wright), que «le ha ido bien hasta ahora sin tener un alma». Pero en el plano final de la celebrada conversación entre Roy Battes y Rick Deckard en la primera película de la saga, la paloma volando hacia el cielo es un poderoso plano, una bellísima metáfora para representar el ser espiritual de los humanos, algo con lo que el director de esta segunda visita al universo Runner está totalmente de acuerdo.
Más aún, las lágrimas de frustración de K al enterarse de que es humano dejan abierta una gran pregunta: ¿cómo se puede confundir de tal manera por su condición? ¿Se puede ser humano y no saberlo? Rachel nunca supo que era una replicante hasta que Deckard se lo dijo, nunca se sintió como una y, en esta continuación se determina que hasta pudo engendrar un hijo, lo que se justifica por su condición de «especial» según dictamina Tyrell en la antecesora a este filme. Quieren decir los realizadores con todo esto, nos atrevemos a proponer, que, desde lo postulado en la cinta, los robots creados para trabajar como esclavos son una especie de vida; una que los humanos conviviendo con ellos no han podido comprender y respetar. Volviendo a la idea explayada por Harrison Ford, ¿no era ese el mismo problema en las sociedades segregadas por el racismo: la consideración de las razas oprimidas como unas inferiores y no iguales? ¿No decían nuestros antepasados también que sus posesiones humanas eran unas sin alma?
Yuval Noah Harari, afamado historiador israelí que impactó al mundo entero con su espectacular obra «De animales a dioses», analiza la evolución de las especies de una manera que compagina a la perfección con la narración de «Blade Runner». Según él, (y acá se hace un resumen demasiado ligero de sus tesis) un cambio genético inesperado en nuestro cerebro nos permitió dar un salto evolutivo imposible de predecir, como si de un virus se tratara, causando una transformación espectacular en nuestra especie capaz de hacerla conquistar el mundo. Ese mismo escenario podría replicarse en el mundo de la IA, como resultado de la interacción de masivo intercambio de información entre ellas en todo el mundo. Es ese salto, por supuesto, el que se da en el universo Runner, como también por ejemplo en «Terminator» y «Matrix». Teniendo en cuenta la inmensa capacidad que tiene el arte para predecir el futuro…
Esta línea de pensamiento es el camino hacia un nuevo escenario desprendido de «Blade Runner 2049». Peter Weyland, personaje de «Prometheus» interpretado maravillosamente por Guy Pearce, en su famosa escena para Internet de una charla en TED, redefinía con gran soltura la nueva condición del humano en la tierra. Y es que, si ahora son capaces de crear vida inteligente imposible de diferenciar a la suya, «esto los debe llevar a una obvia conclusión y es la de que ahora somos los dioses «. La frase del director de la corporación que lleva su apellido se trae a colación, además de porque es fascinante, por una razón fortísima: aparentemente David, el maravilloso robot de «Prometheus» personificado con maestría por Michael Fassbender en la cinta secuela de «Alien» dirigida por Scott, es nada menos que un replicante.
Ronda en Internet una fascinante y muy sólida hipótesis en la que se estipula que «Blade Runner» y la saga «Alien», ambas franquicias a cargo de Ridley Scott, se hallan en el mismo universo. Reconociendo el terror causado por la posibilidad de que en el futuro algún productor se le ocurra juntar las dos historias y presente alguna especie de barbaridad llamada «Aliens Vs Replicants», el hecho de que las dos producciones ocurran en el mismo universo sí es fascinante, siempre y cuando se mantengan independientes. Y lo es por la manera en que el tema de la religión abarcado en una, impacta profundamente a la otra, la que se resume en una frase: si los ingenieros crearon a los hombres y los hombres crearon a los replicantes, simple y llanamente Dios, el ente tradicional descrito por las religiones durante siglos, ha muerto.
Pero la magia de la película está en que todos estos debates se plasman en medio de poderosas imágenes en movimiento, capaces de hipnotizar al más apático a este tipo de arte. Se ha dicho que la producción de Warner Bros. (en joint venture con Sony-Columbia Pictures) defraudó en sus aspiraciones comerciales por lo lento de la narrativa. Pero, ¿quién demanda aceleración en el cambio de planos cuando quién está a cargo de la luz y el color en ellos es un Roger Deakins en estado de gracia? Esta obra realmente no es una no para ver; sino para contemplar, y queda por poco imposible encontrar mejor halago al trabajo de un cinematógrafo.
En cada plano hay magia, hay poesía y, sobre todo, poder narrativo. Denis Villeneuve describió «Blade Runner 2049» como una película de detectives al estilo más clásico y puro del film noir. El movimiento de mediados del siglo pasado, difícilmente combina con una historia ubicada en mediados de este siglo, por lo que hubo la genialidad de eliminar casi toda información digital en el mundo, consecuencia de un «apagón» algunos años antes. No es un elemento menor la decisión de guion, puesto que ésta obliga al detective K a moverse por el mundo casi que a la vieja usanza: preguntando a las personas por otras personas, visitando los lugares a los que las pistan lo llevan, interrogando a sus sospechosos. No puede entrar a Facebook él y averiguar sobre alguien, tiene que salir a la calle e investigar y eso crea una historia viva y excitante.
Eliminada la posibilidad de hacer una cinta con un universo tecnológico de avanzada, se recurrió a hacer cine clásico ambientado en el futuro, embellecido con canciones antiguas de Elvis Presley, Frank Sinatra y Lauren Daigle (quien interpreta el tema de la primera película). Una genialidad casi que por sí misma, pero que en gran parte funciona por lo que aquí nos proponemos denominar el «universo Scott«. Los filmes del director inglés, a cargo de la primera y productor de esta cinta, se caracterizan por el detallado y ambicioso trabajo en el diseño de producción (arte y escenografía). «Gladiator», «Black Hawk Down» y «Alien», son muestras contundentes de su inmensa capacidad para retratar mundos propios en la pantalla grande.
Esta obra en eso profundiza y lo lleva un paso más allá. El costo de la producción fue de 150 millones de USD, los que en gran parte se explican por una decisión artística del director: crear los sets en realidad y tratar de usar lo menos posible la pantalla verde y el CGI. Es indudable que una cinta que captura escenarios reales tan magníficos como los aquí presentados, a través del ojo de un genio como el cinematógrafo acá referido, es una con un poder visual enorme. Más aún, y como lo decía el propio Ford en la entrevista ya mencionada: actuar en un espacio real es muy diferente a hacerlo frente a una pantalla verde. En la tarima de Google, el afamado actor lo explicaba con la maestría que contiene la sencillez: «acá reacciono naturalmente a las personas en la primera fila, a ti, a las de la última fila.» No sería igual con una pantalla, claramente.
Un compromiso, indudablemente, de hacer una gran película se siente en cada parte del metraje. Y «Blade Runner 2049» lo es. Es una carta de amor a la original, como lo mencionó Villanueve en varios espacios de conversación; pero bajo la estética de un director fascinante de nuestro tiempo que tuvo total libertad para expresarse. Hay ciertas casualidades en el guion que han molestado a algunos críticos; pero puede ser visto lo anterior como una falta de suspensión de la incredulidad. Se mencionó ya esto en éstas mismas páginas, cuando se propuso disfrutar del cine como si de un universo paralelo se tratara, y el subjetivismo que domina la crítica moderna, pidiendo hacer la película que los analistas quisieran ver y dejando de lado en sus escritos la hecha por el cineasta.
Pero sobre todo lo acá mencionado, «Blade Runner 2049» es, al igual que «Blade Runner», una historia de amor. Una que desafía nuestras creencias y más primarias concepciones. Es posible encontrar por la red relatos que nos dejan ver que hace siglos era impensable una relación de amor entre un ser humano y un animal. Hoy, esta generación considera a sus mascotas como miembros de su familia, considerándolos a ellos como sus hijos y hermanos. No es extraño escuchar suspiros anticipando la tragedia, en salas de cine alrededor del mundo, momentos previos a que el personaje de Sylvia Hoeks asesine a Joi, el personaje que ha catapultado mundialmente a Ana de Armas.
Joi es un holograma, un programa de computadora; pero uno que ama a K y a quien él ama, como si de dos seres vivos se tratara. Las lágrimas de aquel sobreviviendo a la tragedia son dicientes y poderosas. El sentimiento se traslapa a Deckard y Rachel. ¿Puede entonces, un robot amar a otro, o un humano amar a un robot? Está postulado en un artículo en este mismo espacio que el amor es el sentimiento más poderoso del universo y, en verdad, uno que todo logra superar. Y pocas obras muestran con tal contundencia y de una forma tan bella precisamente eso, esa fuerza incontenible, como lo hace «Blade Runner 2049». Difícil encontrar mejores razones que justifiquen tanto el ir al cine.