El enigma Franco Battiato
Una carretera de curvas conduce hacia uno de los mayores misterios de la música contemporánea. En un terreno de lava volcánica encaramado a una de las laderas del Etna, en el pequeño pueblo siciliano de Milo, vive desde hace años Franco Battiato (Riposto, 75 años). En el jardín, donde suele pintar, hay una pequeña iglesia consagrada. Dentro, un estudio con un piano de media cola, un enorme salón sin un solo disco —solo escucha música clásica en la radio— y una fabulosa biblioteca llena de títulos de filosofía, mística y religión. El músico se mudó aquí cuando descubrió que un amigo de Silvio Berlusconi había ganado las elecciones de Catania fraudulentamente. Es así. Pero nunca se expresó en público sobre esas cuestiones ni sobre ninguna otra de su vida privada. Supimos por sus letras, en cambio, que prefiere las uvas pasas a Vivaldi, la ensalada a Beethoven y a Sinatra; también que buscaba desesperadamente el centro de gravedad permanente del místico armenio George Gurdjieff y que sus deseos y los nuestros, por más que pasen los años, jamás envejecerán. Hace tiempo, sin embargo, que casi nadie sabe de él. A los 72 años abandonó los escenarios, interrumpió su prolífica carrera. Los amigos, su familia y viejos colaboradores han hecho un pacto de silencio. Y sea lo que sea, se ha ganado el derecho a vivirlo de forma íntima. A perpetuar un enigma que, en realidad, empieza y termina en su obra. Un largo viaje hacia sí mismo.
Battiato ha sido todo lo que le apeteció. Músico, escritor, guionista de documentales y también pintor bajo el seudónimo de Suphan Barzani. Fue incluso consejero regional en Sicilia, renunció a su sueldo y fue destituido al cabo de seis meses por llamar “putas dispuestos a todo” a los parlamentarios italianos. Triunfó en el pop, cantó en Eurovisión en 1984 y reventó las costuras que unían hasta entonces la alta y la baja cultura. Fue el primer artista italiano —antes que gigantes como Vasco Rossi o Lucio Dalla— que vendió un millón de copias con el revolucionario La voce del Padrone. Pero su sonido surgía de las profundidades de la música experimental y el rock progresivo. Tocado por el magnetismo de Karlheinz Stockhausen —ganó el premio del compositor en 1977 con el disco L’Egitto prima delle sabbie— y las influencias del sonido dodecafónico, nacieron álbumes como Fetus (1971), Pollution (1972) o Sulle corde di Aries (1973), tres piezas recientemente reeditadas que suelen pasar desapercibidas entre quienes se desgañitaban en sus conciertos con los hits de los ochenta y los noventa y que hoy son codiciadas piezas en las estanterías de coleccionistas de vinilos. Músico instintivo, fue un periodo en el que aprendió armonía y a tocar el violín por recomendación del propio Stockhausen; un tiempo en el que se obsesionó con la tecnología y metió siempre más en su maleta el viejo VCS 3, un sintetizador analógico que solo usaba en aquella época David Gilmour en Pink Floyd. Pero todo eso fue antes de la penúltima reencarnación que provocó un terremoto en la música italiana.
Un mundo perfectamente simétrico podría dividirse hoy entre quienes eran maleables adolescentes cuando se publicó La voce del Padrone (1981) y aquellos que tenían ya una identidad demasiado rígida como para cambiar su visión del mundo. Una legión de fans aprendió en ese tiempo que la paloma de Caetano Veloso cantaba también para invocar “la ira funesta de los refugiados afganos que se trasladaron a los confines de Irán” y descubrieron ese extraño “deseo mítico de las prostitutas libias”.
Piero Negri, periodista musical que le trató de cerca, cree que ese difuso confín intelectual es fundamental para definir el lanzamiento del disco que cambió la música en Italia. “Es el álbum más importante de la historia del pop italiano. Cambió por completo todas las lógicas musicales. Era muy electrónico, pero también elemental. Se hizo todo a través de citas y referencias culturales y cada uno podía interpretarlas como quisiera. Algunos sostuvieron que tan solo eran paridas, otros defendían que debía descifrarse de un modo determinado. Él admitió que también había una especie de broma, como una burla. Venía de la música experimental, pero La voce del Padrone fue una manera de mostrar que, si se lo proponía, podía hacer un disco pop mejor que nadie”. Nadie pudo dudarlo.
La voce del Padrone, tercer disparo de una fabulosa trilogía compuesta también por Patriots (1980) y L’era del cinghiale bianco (1979), cuyo título evocaba la autoridad espiritualidad de un mito celta, fue un involuntario engranaje entre dos mundos. “Rimettiamoci la maglia, i tempi stanno per cambiare” cantaba en Bandera bianca parafraseando a Bob Dylan y acordándose de su Mr Tamburino. Sucedió cuando Italia encaraba un pasaje histórico tratando de escapar de los años de plomo y se encaramaba a una nueva época de libertad. El disco, como apunta Negri, abrió defnitivamente una grieta comparable a la que había provocado un año antes Umberto Eco con El nombre de la rosa y su capacidad para ejercer de matrioska interpretativa. Un encuentro, en suma, entre aquellos universos culturales que contrapuso el semiólogo boloñés en su Apocalípticos e integrados en 1964. Un puzle perfecto que cada uno podía montar como le diera la gana: retazos de mística, filosofía, ciencia. También referencias a Theodor W. Adorno y a su obra Minima Moralia, a los falsos mitos y a los abusos de poder que, encima, podían corearse en un concierto. Pero la hermenéutica de la obra Battiato suele ser un deporte de riesgo.
Stefano Senardi, entonces presidente de PolyGram, que arrebató al músico a EMI después de 30 años y grabar con él tres discos (L’Imboscata, Gommalacca y Fleurs), ahonda en esa concepción dadaísta de la escritura de su hoy gran amigo. “No le gusta explicar las cosas. Prefiere que se entiendan a través de los discos. El acercamiento a su arte se puede hacer a muchos niveles: instintivo, epidérmico, intelectual, religioso, de estudio del sonido, de la manera de cantar como en el álbum de versioines Fleurs (1999). Eso sin hablar de sus textos. En L’Era del cinghiale bianco cita la invasión de Afganistán, las migraciones, las mutaciones sociales. Es muy raro encontrar a un artista que pueda ser saboreado, entendido y consumido a tantos niveles”.
Battiato incluyó a última hora en L’Imboscata el tema La cura, a través del que varias generaciones se propusieron proteger a sus seres amados de esas “turbaciones que por su naturaleza terminarían atrayendo de manera inevitable”. En ese periodo, pasada la mitad de los ochenta, el filósofo y fiel compañero, Manlio Sgalambro, ya componía casi todas sus letras. “Fue curioso, porque en aquella solo aportó una frase: ‘Vagaba por los campos de Tenessee, quién sabe cómo había llegado ahí”, recuerda Senardi.
El viaje a través de todos esos paisajes de sus 30 discos de estudio, que incluyó en 2009 Inneres auge, una crítica feroz e insólitamente explícita contra el entonces primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, comenzaba en las portadas. El artista gráfico Francesco Messina diseñó todas las de un gran amigo, con quien ha compartido miles de viajes, retiros espirituales, jornadas de meditación y la misma calle donde durante años vivieron en Milán. Al principio, como aquella de La voce del Padrone, todas las carátulas surgían del lápiz, las tijeras y el pegamento. “Pero aquella fue la más difícil. A Franco no le convencía. Nos íbamos de viaje, el taxi estaba en la puerta y me dijo que no le veía claro: ‘Creo que he hecho mi mejor disco. Si opinas lo mismo de tu portada, subamos a ese coche”, recuerda. El taxi, claro, arrancó y la imprenta de EMI fijó para siempre aquella evocativa imagen de la silueta de Battiato “en su ambiente mediterráneo” del que nunca se ha despegado. “Lo veía como en una realidad paralela. Él no es dogmático en sus ideas, hay mucha transversalidad. Creé un espacio muy contrastado e intenté dejarlo suspendido, así le veía yo. Era algo posmoderno como signo. Pero él, en realidad, componía a la manera dadaísta, su obra es más bien un collage. Funcionaba a la manera de Cocteau”, explica Messina, con quien compartió expediciones para ver a sus ídolos de entonces como el director de escena Bob Wilson o músicos como Steve Reich, Terry Riley o Philip Glass.
El enigma Battiato, su concepción geométrica de la espiritualidad y el espacio que ocupa el ser humano colgado de un hilito en el cosmos, viajó de forma irregular por el mundo. Suele pasar con gran parte de los músicos italianos. Fuera de su país, ha vivido como un autor de culto idolatrado por artistas como David Byrne, John Cale o Brian Eno… incluso en Italia grandes directores de orquesta como Claudio Abbado o Riccardo Muti, mostraron gran respeto por su obra. En España, sin embargo, vendió cientos de miles de copias y encontró a un público capaz de cantar desde la primera a la última letra de sus canciones. Un viaje natural, acompañado de ese extraño deseo de las discográficas de traducir sus piezas al español.
Las adaptaciones, sin embargo, se hicieron con un cuidado extremo y solía acudirse a músicos de sensibilidad battiatiana contrastada. Jota, cantante y compositor de Los Planetas, y Manu Ferrón, del Grupo de Expertos Solynieve, fueron los encargados de aterrizar Ábrete Sésamo (2013) al español. Viajaron a Milán, compartieron cinco días de estudio con un tipo “amable, con una cultura extraordinaria y siempre preocupado porque todos se sintieran a gusto”. El rastro de Battiato, admite Jota, puede también encontrarse en Los Planetas, quizá el grupo de pop español más influyente de los últimos 20 años. “Me interesa investigar en la formación de la música popular, cómo se crea, cómo se construye. Siempre he buscado ese camino que él exploró. De él también hay que aprender su lección sobre cómo aplicar ciertas frases populares o conceptos en canciones que tienen una complejidad mayor intelectual. Edifica toda su obra sobre esa idea, en cómo la cultura popular forma la de la élite”. Fue la última vez que se vieron.
El 17 de septiembre de 2017 el teatro romano de Catania asistió al concierto final de Battiato. Dos años antes, durante una actuación en Bari, había sufrido una rotura de fémur de la que le costó recuperarse. Empezaron a circular rumores sobre su estado de salud. A aquella actuación debían acompañarla otras cuatro. Nadie sabe si fue casualidad que esa despedida a la francesa tuviese lugar en la ciudad que le vio dar los primeros pasos. Pero no se supo nada más de él hasta que el año pasado lanzó al mercado Toreneremo ancora, grabado con la Royal Philharmonic y construido a base de viejas canciones y un solo nuevo tema que parecía anunciar algo. “La vida no termina. Es como el sueño. El nacimiento como el despertar. Hasta que no seamos libres, regresaremos todavía”. Esta vez su mánager aseguró que sería su último baile. Pero como cantaba en Mondi Lontanissimi (1985), es posible que en su música no exista ya el tiempo ni el espacio. Battiato cree en la reencarnación. “Es de idiotas pensar que venimos del mono”, aseguró en una ocasión. Y no nos engañemos, si usted también sigue empeñado en encontrar su centro de gravedad, conviene que regrese pronto. Aunque sea convertido en aquel jabalí blanco.