La verdadera historia de Sinuhé
En esta versión que realicé del relato, respetando al máximo el original, también veremos un enfrentamiento al estilo David contra Goliat, cual prototipo literario de la antigüedad. El texto, descubierto por el egiptólogo Francois Chabas en 1863, dice así:
Yo Sinuhé, el verdadero amigo del Rey y el administrador de sus territorios en el país de los beduinos (tierras de los asiáticos) servía a su majestad Amenhotep I[1] y a la princesa Neferu, su favorita, en el harén del faraón.
Tras la muerte del faraón[2] hubo disputas en la corte (del norte del país) para sucederle, aunque el legítimo heredero era su primogénito Sosostris I. Yo escuché “una conversación sobre las preferencias de los cortesanos” y, sin poder evitarlo, mi corazón se llenó de miedo y todo mi cuerpo empezó a temblar. Pensando que mi vida estaba en peligro, huí sin que en mi ánimo hubiera albergado la idea de escaparme. Mis piernas comenzaron a moverse solas y yo seguí a mi nariz. Encontré un lugar donde esconderme entre unos matorrales y me cuidé de que nadie siguiera mis pasos.
Mi nariz me llevó hacia el sur (cerca de El Cairo) porque estaba seguro de que iba a estallar una guerra y yo presentía que moriría en los combates. Después de unas jornadas torcí al norte y crucé las aguas en una barca sin timón, aprovechando rachas de viento favorable[3]. Primero llegué a la Región de la Señora de la Montaña Roja[4]. En el desierto estuve a punto de morir de sed. No podía respirar y la garganta me ardía. Entonces dije: ¡Este es el sabor de la muerte que viene a visitarme!
Cuando ya casi no me quedaba aliento, escuché los mugidos de un rebaño y ví como se acercaba un grupo de beduinos. El jefe de la tribu, que había estado en Egipto, me reconoció y me dio agua. También pidió que se cociera leche para mí, y mi corazón se alegró y mis miembros recuperaron las fuerzas. Después de pasar un tiempo con mi hospitalario huésped, seguí viajando de región en región. Estuve en la maravillosa ciudad de Biblos[5]. Después me instalé en la localidad de Kademi (en la misma zona de Oriente Medio) donde permanecí medio año y luego a la región del Retenu Superior, en Siria, lugar donde había muchos egipcios que habían oído hablar de mi (noble, administrador y juez que llevaba el sello real) y donde trabé amistad con el príncipe de los beduinos Nenshi.
Un día me dijo:
–¿Por qué has venido a refugiarte aquí? ¿Ha ocurrido algo en la corte del faraón?
A lo cual contesté:
–Cuando me enteré de la muerte de Amenhotep I mi corazón empezó a desbocarse y se me salía del pecho. Luego mi nariz me llevó, primero a ocultarme entre matorrales, y luego por los caminos del desierto, pero no he hecho nada reprobable. Nadie ha hablado mal de mí ni nadie me ha escupido. No sé lo que me ha traído a este país. ¡Habrá sido un designio de los dioses! Yo sólo escuché rumores, huí y entonces no sabía que Sesostris I, con quien mantenía excelentes relaciones, subiría al trono.
Tanto aprecio llegó a tenerme Nenshi que me puso al mando de sus hijos y me dio como esposa a su hija mayor. Tan grande era su generosidad, que me pidió que eligiera el mejor de sus territorios. Y así me concedió para asentarme con los míos la riquísima tierra de Yaa, fértil en higos y vides. Lugar donde abunda la miel y el aceite de oliva. Allí permanecí muchos años. Mis hijos crecieron y cada uno se convirtió en jefe de una tribu de beduinos.
Tras una época de paz, las tribus de la región empezaron a enfrentarse por el dominio de las regiones más ricas y con más recursos acuíferos. Fue entonces cuando el príncipe me nombró general y estuve al frente de sus ejércitos durante varios años. No defraudé a Nenshi, pues todos los países que combatieron contra mis tropas acabaron perdiendo sus ganados y sus pozos. A los prisioneros les hice esclavos. Jamás me tembló el arco cuando tuve que acabar con los enemigos y llevar a buen término mi misión. Así, gracias a mi valentía y coraje, conquisté aún más el corazón de mi protector.
Un día un hombre corpulento se acercó a mi tienda y me desafió a un combate a muerte. Era un héroe sin igual que había vencido a todos los que retaba. Afirmó que había llegado hasta mis dominios con la idea de despojarme de todo lo que poseía, incluso mis rebaños. Yo discutí la situación con Nenshi y le dije:
—Ese hombre actúa así movido únicamente por la envidia. Sabe que me he ganado tu confianza y que cumplo todo aquello que me ordenas. Si él es un toro furioso que anhela la lucha, pronto se enterará de que yo no soy un cobarde y que no me da ningún miedo enfrentarme a él. Si su corazón desea combatir, mi corazón también quiere pelear contra él. Los dioses, que conocen el destino, ya saben lo que va a suceder.
Y con estas palabras me despedí de Nenshi y me preparé para embestir, también como un toro bravo, a aquel ambicioso guerrero.
Aquella noche ajusté las cuerdas de mi arco, saqué punta a las flechas y ordené mis armas. Al amanecer la mayoría de las tribus de Retenu acudieron a presenciar el combate.
Cuando mi adversario apareció, los corazones de los congregados, llenos de simpatía hacia mi persona, latían con fuerza al verme. Todos, hombres y mujeres, suspiraban con cada uno de mis movimientos.
Mi enemigo avanzó con su escudo, un hacha y un haz de venablos. Pronto comenzó a dispararme sus flechas que pasaron por encima de mí sin rozarme, sin provocarme ni un rasguño. Entonces se enfureció aún más y se abalanzó contra mí, pero yo disparé una flecha certera que le atravesó el cuello. Dio un grito y se desplomó sobre su vientre y su nariz. A continuación, todos los asiáticos aclamaron entusiasmados mi victoria. Entonces di las gracias a Montu[6] mientras los partidarios del vencido lamentaban con llantos su muerte. Luego el príncipe Nenshi, hijo de Amu, me abrazó como si fuera su propio hijo.
De esa manera me apoderé de todos los bienes y rebaños de aquel hombre hostil. E hice con él, lo que él quiso hacer conmigo: entré en su tienda, desvalijé su interior y luego saqueé sus campamentos. Con mi victoria crecieron mis riquezas, tesoros y rebaños.
Y así el que huyó fugitivo hace un tiempo
consiguió que su historia llegara a los oídos del faraón.
El que pasó hambre
cuando vagaba por los desiertos
ahora da pan a sus vecinos.
El que abandonó desnudo las tierras de El Nilo
ahora lleva elegantes vestiduras de lino.
El hombre que nada tenía
ahora cuentan con innúmeros siervos.
Ahora mi morada es hermosa
e inmensas mis posesiones
y en el palacio ya se acuerdan de mí.
Un día Sinuhé cogió la paleta y el cálamo y escribió esta carta al faraón Sesostris I:
¡Oh Pir-o-iti![7]
Yo que fui predestinado a emprender la huida de mi amado país
albergo en mi corazón la esperanza de regresar a palacio.
Concédeme, pues, el deseo de contemplar el lugar donde siempre estuvo mí
corazón.
No hay mayor gozo en este mundo que poder descansar en Egipto
la tierra donde nací.
¡Ten compasión de mí!
Te ruego escuches las plegarias de este exiliado
y que, con el corazón aplacado, Ra se apiade de mí.
Pido que dios
me suelte la mano que me cogió obligándome a llevar una vida errante.
¡Le suplico que me la devuelva
y me permita regresar al lugar del que partí!
¡Que mi petición sea grata al corazón de su Majestad y que me permita, con su
magnanimidad, servir, los años que me quedan, a la Reina Neferu y a sus hijos!
Ahora que me ha alcanzado la vejez y me pesan los ojos.
Ahora que mis brazos se han debilitado y mis pies se resisten a obedecerme,
mi corazón está cansado de latir y se acerca el día en el que debo
prepararme para navegar hacia las ciudades de la eternidad.
Cuando el faraón Sesostris recibió la misiva de Sinuhé, le contestó con estas conmovedoras palabras:
Ven a Egipto
para que veas la tierra donde has crecido
ahora que has empezado a envejecer.
Ahora que has perdido
tu capacidad de amar y ser amado
tendrás el embalsamamiento de los hombres rectos de espíritu.
Para que goces de la eternidad
te brindaremos una noche con aceite de enebro
las pilastras de tu tumba serán de piedras blancas
y no permitiremos que seas metido en una piel de carnero.
Tu envoltura de momia será de oro
y la cabeza de lapislázuli
ven para que seas conducido a la tierra de la bienaventuranza.
Al poco tiempo el Rey envió emisarios a recogerme y yo entregué todos mis bienes a mis hijos dejando al primogénito al mando de la tribu.
Al llegar a la sala del trono me arrojé al suelo hasta frotarlo con el vientre y Sesotris me dijo:
Levántate para que pueda hablar contigo. Por fin has regresado después de haber recorrido en tu huida muchos países extranjeros. Ahora que la vejez ha alcanzado tu sombra y se ha apoderado de ti, has obrado con rectitud al desear que tu cuerpo sea enterrado en el país donde naciste y no en tierras foráneas. No te agites contra ti mismo, tú el que guardas silencio cuando se pronuncia tu nombre.
Desde ahora -dijo el faraón dirigiéndose a la esposa real Neferu y a sus hijos- lo conservaré como uno de mis consejeros y ocupará el lugar que se merece en la corte.
Después me instalaron en una la lujosa mansión digna de un príncipe donde abundaban las riquezas y objetos valiosos. Sus dependencias estaban decoradas con frescos y exquisitos murales con imágenes del horizonte por el que todos partimos hacia la eternidad.
La servidumbre me cortó el pelo, me aseó y me peinó, y pareció que había rejuvenecido varios años.
Así se quedaron en el desierto la sucia y rústica vestimenta con la que caminaba sobre la arena. Me pusieron elegantes ropas de delicado lino y fui ungido con aceites aromáticos. Por fin volví a dormir en una cama y abandoné las dunas y los oasis para quienes viven en ellos, y la resina de los árboles para quienes se frotan con ella.
Levantaron para mí una pirámide de granito en medio de las pirámides. Los mejores pintores decoraron el interior, grandes escultores la embellecieron y famosos artesanos se emplearon a fondo en la obra. Frente a mi tumba se cultivaron huertos y jardines, al igual que se hace con un alto funcionario de la corte. Mi efigie fue cubierta de oro, al igual que mi faldellín. El mismo faraón en persona dirigió la construcción de mi morada eterna. Jamás a un hombre corriente le fue otorgado tal privilegio.
Y así viví con el amor del Rey esperando el día en que mi alma suba a la barca de Horus y emprenda la travesía por el océano de Nut[8] y termine el viaje en las ciudades de la eternidad.
[1] Amenhotep I fundó una nueva capital, Iti-Tauy, al sur de Menfis, capital del Imperio Antiguo de Egipto que estaba situada al sur del delta del Nilo.
[2] Todo da a entender que fue asesinado en una conspiración.
[3] Remontando El Nilo desde el oeste del Delta hasta la meseta de Gizeh, donde se encuentran las pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos.
[4] Esa zona podría corresponder con las estribaciones del istmo de Suez.
[5] Biblos era una de las ciudades más importantes de Fenicia, región que se extendía por la costa oriental del Mediterráneo y que actualmente correspondería a El Líbano.
[6] Divinidad con cabeza de halcón. Dios de la guerra y las batallas.
[7] Majestad
[8] Nut es la diosa celeste. Su figura arqueada representa la bóveda del cielo que, en la mitología egipcia, es un infinito océano por el que navegan las barcas de los difuntos.
Nota: Aquí hemos dado una versión abreviada del relato que se puede leer íntegro en mi obra “Novelas cortas y poesía amorosa del antiguo Egipto”. Para leer una reseña del libro cliquear en este enlace “La verdadera historia de Sinuhé”.
Blog del autor: Nilo Homérico