¿Qué se oculta en Afganistán?

Mundo 21 de octubre de 2021 Por Andrés Arellano Báez
afg

Escasas son las vidas cuya existencia sintetizan eras enteras. La del Mulá Abdul Ghani Baradar no parece serle suficiente ser una de ellas, sino que se alza como una distinguida entre tales singularidades. Figura relevante de los muyahidines de Afganistán, las fuerzas ilegales establecidas por Estados Unidos para derrocar al gobierno secular del país y derrotar a su aliado, el Imperio Soviético, habría de transformarse en líder del grupo fomentado por Pakistán en los años noventa: los talibanes, acarreando como consecuencia el verse abocado a luchar contra sus antiguos socios occidentales, quienes los desafiaron en la Guerra contra el Terror ya en el nuevo milenio.

Atrapado en combate, en Pakistán, en algún momento del 2009 y por sus nuevos adversarios, fue condenado a una estadía en la prisión de Guantánamo como preso político sin derechos, lugar de reclusión y torturas del que saldría en 2018 por exigencia de sus partidarios al presidente Donald Trump como requisito para iniciar las negociaciones que establecerían cómo sería la retirada de las tropas norteamericanas del país asiático. A hoy, el hermano mullah (como es conocido de forma honorífica), ya instalado de nuevo en las más altas esferas del grupo islámico, tiene a su cargo los diálogos con el jefe de la Agencia Central de Inteligencia (C.I.A.) de Joseph Biden, el diplomático William Joseph Burns, centrados en culminar la aventura estadounidenses en territorio afgano.

 
Abdul Ghani Baradar
La coyuntura en Asia hace reales, una vez más, las palabras del poeta: la historia es prólogo. Suhail Shaheen, embajador Talibán en Pakistán arrancando el milenio, vaticinó con la precisión de un vidente lo hoy vivido en sus tierras. Dirigiéndose a través de la cámara de un periodista internacional a un prepotente George W. Bush, en tono firme le advirtió que “no cometa un error” desencadenando una guerra contra su país. En su soflama de tono apocalíptico advertía el diplomático que “Afganistán es un pantano”, uno en el que los británicos y la armada roja habían perecido.  La respuesta del hombre a cargo del ejército más grande de la historia, sería congruente con la propaganda propagada sobre su fuerza pública como la mejor jamás creada. “Sabemos eso –respondía el residente de la Casa Blanca en una rueda de prensa-. No por nuestros informes de inteligencia sino por la historia de conflictos militares en Afganistán. Arrancan con éxito, seguido por largos años de tambaleo hasta un fracaso al final. Nosotros no vamos a repetir ese error”. Dos décadas después, la descripción de conflictos pretéritos hecha por el conquistador se ve mutada en una profecía sobre su invasión.

Afganistán está en el corazón del corazón del mundo. Su ubicación geográfica es extraordinariamente importante. Posee una frontera con China, Pakistán e Irán, además de una proximidad a Irán, Rusia e India relevante. La posibilidad de controlar ese pedazo de tierra es una apuesta que todo lo vale para los Estados Unidos, al proyectarse en el horizonte una mudanza del eje de poder hacia Asía. La geopolítica y los recursos petroleros de la región demandan acciones concretas. En 1996, con los talibanes ya tomando las riendas del país, la compañía UNOCAL invitó a las figuras más relevantes del grupo religioso a visitar sus propiedades en California. La razón para el agasajo era la negociación de un oleoducto que atravesaría gran parte del territorio bajo el mando de los islámicos. Pero mientras el ala moderada se preparaba para estampar sus firmas en un negocio multimillonario con los norteamericanos, una de sus figuras más relevantes, Osama Bin Laden, declaraba en paralelo una fatwa en contra de sus futuros socios. La lógica del rebelde era incontestable:

El gobierno de los Estados Unidos ha cometido actos que son en extremo injustos, horribles y criminales, con su apoyo a la ocupación de Palestina por parte de Israel. Creemos que los Estados Unidos es culpable de asesinatos en Líbano, Irak y Palestina. Por esto y otros actos de agresión e injusticia hemos declarado la yihad en contra de los Estados Unidos (…) Los Estados Unidos hoy manejan un doble estándar, calificando a cualquiera que vaya en contra de sus injusticias un “terrorista”. Quiere ocupar nuestros países, robar nuestros recursos, imponer agentes suyos a que nos dirijan, y que luego estemos de acuerdo con todo esto.
 
Osama Bin Laden
Clinton actuaría en concordancia y declararía a los talibanes como enemigo público de su país. Las negociaciones entre la compañía capitalista y los hombres de Alá se deteriorarían como consecuencia previsible. Más no por eso las intenciones comerciales habrían de esfumarse. El estampido de dos aviones contra las torres del World Trade Center en Nueva York sería la excusa perfecta para irrumpir el estratégico reino. En una noticia presentada en la época, pero poco difundida a nivel global, los talibanes se ofrecieron a entregar a Osama Bin Laden a la coalición liderada por el Pentágono, siempre y cuando el gobierno Bush presentará pruebas contundentes, a un tercer país, de que era el acusado el autor de los actos criminales. Las evidencias jamás fueron enseñadas; pero la asediada sí fue efectuada. Algunos años más tarde, por contextualizar, el mismo gabinete que falsificó pruebas con tal de invadir Afganistán, no tendría remordimiento al mentirle al mundo entero sobre las razones para violentar Irak.

James K. Galbraight, economista hijo del icónico académico, explica los orígenes de la guerra sustentándose en el reporte oficial de la comisión encargada de investigar los ataques al suelo norteamericano: “Según el relato oficial, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 fueron lanzados desde suelo norteamericano, por gente que se había entrenado en Florida. La mayoría de los perpetradores identificados eran sauditas. El líder de Al Qaeda, Osama bin Laden, fijó su base en Afganistán después de abandonar Sudán; y pronto pasó a Pakistán, donde se quedó por el resto de su vida. Los dirigentes Talibanes (SIC) no fueron acusados de haber participado en los atentados del 11/9”. La colonización impulsada por falacias encontraría motivos espeluznantes para permanecer en tierras foráneas. La primera y más diáfana: los negocios del complejo militar industrial. En análisis de reciente presentación se calculó que una inversión de USD 10.000, antes de la guerra, en Boeing, Raytheon, General Dynamics, Northrop Grumman o Lockheed Martin (los grandes contratistas), se liquidaría hoy a USD 107.000, USD 43.000, USD 72.000, USD 129.000 o USD 133.000, respectivamente. La alquimia financiera máxima: una pérdida de 2.26 billones de dólares para los contribuyentes, el costo total de la guerra, convertidos en ingresos de grandes cabilderos.

 
Acusaciones con pruebas insuficientes que han empezado a salir a la luz brotan con la capacidad de aclarar unos hechos oscuros, otorgándoles un aura de creíbles: la toma inmediata del país por parte de los talibanes, superando un ejército de 370.000 miembros en cuestión de días, después de dos décadas de prepararse para tal escenario recibiendo entrenamiento por parte del mejor ejercito del mundo, no encuentra respuesta dentro de la lógica militar. Sí tiene sentido las explicaciones de fuentes alternativas: los contratistas militares encargados de armar la fuerza pública local inflarón el número de hombres reclutados para sobrefacturar sus servicios, estableciendo con la falsificación una operación de lavado de dinero obtenido por el negocio del opio. Durante el dominio Talibán de Afganistán, la producción de la flor era inexistente. De 2001 a 2020 el terreno invadido produjo y exportó la mayor cantidad de la droga a nivel global, moviéndose en un mercado establecido como un virtual monopsonio de las grandes farmacéuticas norteamericanas, corporaciones que vendían la materia prima ilegal a través de calmantes como el Oxycontin, pastillas que originaron una pandemia por el uso excesivo de opioides, pereciendo más de 500.000 de sus conciudadanos. Hoy, bajo el control del gobierno que creó la D.E.A. y las certificaciones a los países que no dan golpes contundentes al narcotráfico, Afagnistán ha expandido su negocio ilegal a las mentafetaminas.

John Kiriakou, hombre de acción convertido en uno de letras y lanzado a la fama por revelar sus secretos como agente de la C.I.A., explica la aventura militar estadounidense como una exitosa… en su primera etapa. Su relato es exacto: los talibanes habían sido diezmados en los meses posteriores al aterrizaje del ejército imperial, muchos de ellos abandonando el país para huir hacía Pakistán. Ya triunfantes, los negociantes de la muerte se enfrentaban a perder una de las armas de venta más convincentes jamás encontradas frente al público global: la Guerra contra el Terror. La mina de oro se podría clausurar y el deseo era seguir excavando para extraer los dólares del presupuesto público. Se habría de crear un nuevo objetivo: la reconstrucción del país invadido. Para completar el nuevo designio se posesionó como presidente de los afganos a un hombre (Hamid Karzai) que no conocía a nadie de su nación, y a quien nadie conocía allí; pero en cuya hoja de vida resaltaba haber sido consultor para UNOCAL, la compañía interesada en construir el oleoducto en la década última del milenio pasado. Se comprende fácil con el nombramiento qué quiere decir para los contratistas “reconstruir la nación”.

 
Hamid Karzai
El coronel John Boyd de la Fuerza Área entiende la realidad del mundo en el que se desenvolvió como profesional: “La gente se equivoca cuando dice que el Pentágono no tiene una estrategia. El Pentágono sí tiene una estrategia: que no se corte el chorro de dinero, que siga fluyendo”. Sin importar qué discurso se haya usado para legitimar la presencia de las tropas en el extranjero, la muerte en 2011 de Osama Bin Laden, en Pakistán (no en el país asediado), debería haber puesto fin a la aventura militar. El problema era que en 2010 el New York Times presentaba un titular transgresor: “Estados Unidos identifica vastos minerales en Afganistán”. La valorización de los materiales ubicados en las minas locales se calculaba en alrededor de un billón de dólares, según se leía en el periódico liberal y quien citaba al departamento de Defensa como fuente de la preciada información. Y no era eso lo más relevante. El hecho concluyente era que los minerales encontrados son los esenciales para la nueva economía. Una línea del escrito es suficiente para comprender el tamaño de lo descubierto: “Afganistán puede convertirse en la Arabia Saudita del litio”, ese material que llevó a cometer un golpe de Estado en Bolivia, uno que apoyó el mismo Elon Musk, al ser el mineral esencial para la fabricación de baterías eléctricas recargables. Ni Colón encontró una tierra tan enriquecedora y, como hace cinco siglos, la ceguera causada por el brillo de un mineral a unos occidentales desataría un infierno en la tierra para unas tribus locales.

La “guerra por siempre”, como se comenzó a tildar a este conflicto, tenía indetenibles fuerzas políticas y económicas detrás impulsándola, manifestadas en hombres y mujeres específicos en poderosas posiciones. Andrew Cockburn los descubre y denuncia. “James Mattis -explica el autor en su artículo para The Spectator”-, se retiró como un general de cuatro estrellas de la Infantería de Marina, luego ascendió a la junta del principal contratista de defensa: General Dynamics, donde se desempeñó durante tres años, llevándose a casa USD 900,000 en compensación. Luego pasó dos años como secretario de Defensa de Trump, y luego regresó a la junta de General Dynamics”. No sería el único. “Lloyd Austin -prosigue el articulista-, el actual secretario de Defensa, obtuvo hasta $1.7 millones en acciones como director de Raytheon, el segundo contratista de defensa más grande del país”. La guerra -una lección legada por Smedley Butler y que la especie humana parece estar incapacitada a aprender- sigue siendo un latrocinio.

 
La partida de las tropas estadounidenses de Afganistán no adormeció el afán de lucro de los belicosos magnates. La adicción al dinero del complejo militar industrial es insaciable y los derramamientos de sangre de inocentes en las calles de Kabul son evocaciones fugaces en sus mentes e incapaces de generar remordimientos por sus actos. Los contratistas no escatimaron en su ataque por mantener vivo el conflicto, su negocio. Un primer avance fue el legal: notificaron de una marea de demandas al gobierno de Biden en caso de retirar a sus héroes, acusando un flagrante incumplimiento de los contratos firmados y por ello un inmerecido lucro cesante. El gobernante Demócrata mantuvo su postura y la partida de las milenarias tierras continuó. Conocedores de que las guerras se desatan por todos los medios, los mercaderes de la muerte hicieron uso de otra arma: los medios de comunicación.    

“The Intercept” puso en evidencia a esos farsantes. El general Jane Keane en entrevista en Fox News, Richard Haass y Leon Panetta en mismo formato en MSNBC, y, el general David Petraeus con la BBC, fueron contundentes en su análisis de la situación: la retirada era un error garrafal por parte del gobierno y era de interés nacional revertir la medida. Sus interlocutores se tomaron todo el tiempo para presentar a los invitados como antiguos miembros de las fuerzas militares (Kane y Patraeus), antiguo diplomático y autor (Haass) y antiguo secretario de Defensa (Panetta). Difícil creer que por ignorancia no hayan sido exhibidos al público sus actuales posiciones como importantes ejecutivos de compañías militares, cada una lucrándose de la guerra a la que fervorosamente solicitaban volvieran las tropas.

 
Yen el transcurso de esa campaña legal, mediática y política por presionar para conservar a los soldados desplegados en territorio afgano, luchando contra un enemigo invisible, difuso, irreconocible (“The Afganisthan Papers” reveló que los militares en el terreno no tenían la más mínima idea de qué se trataba esa guerra), dos bombas estallan en el aeropuerto de Kabul asesinando a 180 personas. Casi doscientos víctimas ubicadas ahí en un intento desesperado por huir del caos, el horror y de una futura y segura trágica muerte. Cui Bono: aquellos quienes durante dos décadas han destrozado una nación, han causado cientos de miles de muertos, millones de heridos; y todo por unos billones de dólares. ISIS K, grupo radical islámico nacido de la financiación de la C.I.A. a extremistas en Siria para derrocar a Basar Al Assad (hecho confesado por el presidente Joseph Biden), se ha adjudicado el atentado. En la era de la pax americana, todos los rastros de la guerra conducen a Washington.

Porque hoy es una realidad prístina, imposible de ocultar incluso con todo el aparato de propaganda instalado para cegar al público de la verdad: todas esas vidas acabadas son daños colaterales, la verdadera guerra de Afganistán se desató en los pasillos de Washington entre hombres y mujeres luciendo trajes elegantes, cada uno en lanza y ristre por obtener la tajada más grande del descomunal presupuesto destinado al conflicto. La exactitud de los números revela la fuente de donde emana la ambición desenfrenada: Forbes denunció que el Pentágono presenta en su balance un hueco fiscal de 21 billones de dólares, una cifra que Yahoo elevó hasta los 35 billones. La cantidad es por poco incontable, pero no por eso inmanejable. No se perdió el capital, se ha concentrado tal riqueza en pocas manos, al costo de abandonar a generaciones enteras al destierro de la sociedad moderna, por falta de recursos para la educación o salud pública, esta última ni siquiera ofrecida a esos 30.000 veteranos renunciantes a sus vidas al sentirse superados por los horrores sufridos al padecer estrés postraumático. Lo que se ocultó en Afganistán durante veinte años fue la identidad de los verdaderos terroristas. Certeras son las palabras de Ryan Cooper en “The Week”: “Los medios dominantes prácticamente ignoraron las bandas de pedófilos, el tráfico de drogas y la asombrosa corrupción que toleramos; sin mencionar la matanza de civiles, el bombardeo de hospitales y otros innumerables desastres. La dura verdad es que la ocupación estadounidense fue tan terrible que muchos afganos llegaron a ver a los talibanes como “el mal menor”.