El genio de la Ilustración que escribió para ti
El nombre completo de aquel proyecto escrito en francés fue la Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios. Una creación colectiva publicada entre 1751 y 1772 atravesada por el espíritu de un solo hombre: Denis Diderot (1713-1784). Nadie puso más entusiasmo en la empresa ni padeció más las consecuencias de su atrevimiento. Es una pena que en la escuela aprendamos su nombre –al final uno más entre, nada menos, que los de Voltaire, Rousseau o D’Alembert, que firmó el prólogo del primer volumen– pero sin poder conocer mejor la biografía de una personalidad tan contradictoria y fascinante.
No es de extrañar que José A. Pérez Ledo y Alex Orbe, guionista y dibujante respectivamente del cómic Los Enciclopedistas, conviertan a Diderot en protagonista absoluto de ese momento en que un grupo de intelectuales en el París de 1750 decidieron que la razón debía librar una batalla contra la superstición por desigual que fuera el combate. Una historieta entretenida con un Diderot que, entre situaciones de pura acción con todos los elementos del thriller y la intriga, despliega su talento dialéctico en los salones más elegantes y los calabozos más inmundos, en las tabernas y en los palacios.
En tan recomendable tebeo hay no pocos de esos rasgos que en su Diccionario filosófico Fernando Savater ponderó sobre el autor de Jacques el fatalista, del que destacaba “el tesón y la capacidad laboriosa, el desprecio a los ringorrangos, el sentimentalismo sensual” o su carácter en ocasiones poco coherente, al tiempo disciplinado y caprichoso, estoico y hedonista.
Para sumergirse en la hazaña que fue sacar adelante los casi treinta volúmenes y los 72.000 artículos de la Enciclopedia con la participación de centenar y medio de escritores, naturalistas, historiadores, filósofos, médicos, geógrafos y artistas, es recomendable la visita al ensayo de Philipp Blom, tan ágil como todos los suyos, Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales.
Pero el tamaño –en todos los sentidos– de la Enciclopedia puede dejar a la sombra otras facetas y textos de nuestro hombre. Para ello, para conocer en profundidad la peripecia completa de Diderot y dejarse seducir por la personalidad de este hijo de un cuchillero, disponemos desde hace unos meses de Diderot y el arte de pensar libremente. Su autor, Andrew S. Curran, ha invertido cuatro años para demostrarnos que tres siglos después de su muerte hay todavía mucho que aprender de tan proteico intelecto, “un hombre que podía escribir sobre el chino antiguo y la música griega nada más levantarse, estudiar mecánica de un telar de algodón hasta mediodía, ayudar a adquirir unas pinturas para Catalina la Grande por la tarde y luego volver a casa y redactar una obra de teatro y una carta de veinte páginas a su amante por la noche”.
De la mano de Curran recorremos de manera cronológica la trayectoria sentimental y productiva del ateo que había nacido para ser cura; del crío que aprovecha su superioridad mental para vacilar a los maestros en la escuela; del joven enamoradizo que se casó enamorado pero se desenamoró para volver a enamorarse de su amante Sophie Volland, la mujer más importante de su vida; del adulto con un don especial para irritar a la autoridad y cuestionar las ideas en que aquella tuviera su base; del autor que debuta con unos Pensamientos filosóficos en los que reflexionaba haciendo buenos aforismos suyos como “el escepticismo es el primer paso hacia la verdad”, “lo que nunca ha sido cuestionado nunca ha sido demostrado” o “se me puede exigir que busque la verdad pero no que la encuentre”; del amante de la pintura capaz de inaugurar una forma diferente de escribir sobre arte que inspiraría en este campo a gigantes como Baudelaire o Stendhal; del hombre curioso dispuesto a preguntarse qué papel jugamos en el universo; del filósofo interesado en buscarle todas las vueltas al amor y al sexo; o del vanidoso que acepta encantado atravesar Europa para dar conversación y asesorar con escaso éxito a Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias.
Un punto y aparte entre tantas dimensiones como tuvo el personaje fue el tiempo pasado en una celda del castillo de Vincennes, a diez kilómetros de París. En determinadas circunstancias, la irreverencia podía pagarse caro y el bueno de Diderot lo comprobó en primera persona. Salió de prisión prometiendo no publicar nada subversivo que molestara al clero, lo cual no significó que dejara de escribir con el mismo espíritu de libertad que antes de pasar una temporada a la sombra. Sin ir más lejos y entre los miles que despachó, suyo –pero sin firma– es el artículo de la Enciclopedia sobre Autoridad política. En ese texto, cuarenta años antes de la Revolución, estaba escrito que el pueblo tiene el derecho inalienable a delegar el poder en un monarca pero también el derecho a recuperarlo.
Fue el gran inconformista del siglo XVIII, el pensador más libre de su generación, que aún hoy sigue vigente para nosotros por su invitación constante a que nos cuestionemos cualquier autoridad o costumbre, religiosa, política o social.
A diferencia de Woody Allen, que dijo aquello de “no aspiro a alcanzar la inmortalidad con mi obra sino no muriéndome”, Diderot, el responsable del Sueño de D’Alembert, La Religiosa, El sobrino de Rameau o Jacques el fatalista, escribió que “uno solo se comunica con fuerza desde el fondo de la tumba; ahí es donde uno debe imaginarse; y es desde ahí donde uno debería hablar a la humanidad”.
Optó, como escribe Curran, por renunciar a una conversación con sus contemporáneos a cambio de un diálogo más fructífero con las generaciones posteriores. Con esa idea debió de ser menos duro guardar tanto manuscrito en el cajón. El tiempo le ha dado la razón.